domingo, 7 de junio de 2015

El Viejo Árbol




El árbol se retorcía negruzco y seco, como si el fuego hubiera lamido su corteza hasta tiznarla de hollín, mas ningún fuego había azotado aquel bosque. En el claro en el que crecía habían decidido retirarse todos los demás vegetales: arbustos, helechos y zarzas ni siquiera se atrevían a enterrar sus raíces en la misma tierra clara y pedregosa en la que el árbol crecía. En el encinar frondoso y verde, era una nota que desafinaba en la melodía, con sus ramas esqueléticas y bajas que apenas se dignaban a moverse ante el soplo del viento. Tanto alteraba la naturaleza del claro, que ni siquiera el cielo parecía del azul intenso del verano sobre su copa, sino más bien se teñía de un sepia sanguinolento que enturbiaba el ánimo y alejaba animales e insectos de allí.

La primera vez que llegué al claro aún era lo bastante joven como para creer en leyendas, y creí ver que era un árbol maldito al que algún demonio malévolo había decidido imbuir de fealdad. En mi mente infantil, antaño era un árbol tan bello que había podido criar en sus raíces a la primera dríade que veía el Mundo desde hacía mucho, desde que el ser humano arrancase el hierro de la tierra y con él fabricase armas que dañasen a las hadas.
Seguía el relato que inventé con el demonio acechando el bosque, porque los demonios son capaces de oler ciertas cosas que los hombres ya hemos olvidado cómo se huelen. El demonio se acercaría al árbol, atraído por su aroma a magia, y siguiendo un instinto primitivo, intentaría arrancarle de sus brazos a la tierna dríade de verdes cabellos. Ocurriría entonces una batalla, que en los árboles vecinos aún podría leerse si alguien cortase sus troncos, y supiera entender el idioma de sus anillos; en esa batalla el árbol lanzaría sus ramas, cargadas de frutos maduros y jugosos, como si de brazos se trataran contra el demonio. Más ágil que el viejo árbol, el demonio esquivaría los ataques, y finalmente alcanzaría a la dríade dormida. Sucumbiendo ante la tentación de tal belleza, el demonio depositaría un beso ardiente en los labios de la dríade, lleno de pecado y vicio, y secuestrándola más tarde lejos, muy lejos. De ese modo, el árbol, viejo y cansado, ante la tristeza de lo perdido, se marchitaría y secaría, hasta quedar convertido en un saco de huesos de madera.
Ante aquel árbol anciano, algunos días después, y con una resolución que tan sólo con ocho años se puede tener, le prometí que recuperaría a su hija. Portaba una rama rota como espada, y a sus pies me arrodillé, creyendo incluso oír su bendición en la lengua de los árboles, que tan sólo se escucha cuando el viento se mueve entre sus ramas.
Durante muchas semanas lo que para otros parecía un juego se había convertido en mi misión más importante: buscaba con ahínco rastros del demonio (y más de una vez los confundí con los que dejaban las cabras), para encontrar su escondrijo y rescatar a la pequeña dríade. Soñaba en devolverla victorioso a su padre, y a cambio, quizás, conseguir un beso de la pequeña criatura. En ese verano pasé largas horas perdidas en aquella búsqueda, hasta que el cansancio y el tedio me hicieron olvidarla.

Años más tarde volví a aquel bosque, ya convertido en un adolescente descreído, que sentía vergüenza de haber intentado buscar una dríade armado con una rama rota y con la esperanza de un beso vegetal. Miré de nuevo, con ojos que se creían adultos, sus ramas secas y negras, y sus raíces retorcidas hundiéndose en una tierra que habían reclamado para ellas, y para nadie más. Sentí el poder de aquel árbol, viejo, seco y retorcido entre encinas frescas, y ante la incomodidad de saberlo más poderoso que yo en aquel tiempo en el que me creía el más poderoso de los hombres, abandoné el claro a todo correr con mi dignidad rota por completo.

El tiempo, que no deja de andar, me condujo a muchos bosques de cemento y acero, y a encontrar amores esporádicos en mujeres humanas, cuando una noche de luna menguante me encontré añorando la dríade que había dejado de buscar. Hice lo que pude por volver a aquel bosque, y descubrí con horror que se había decidido su tala con fines comerciales. Quedarían arrasados por los dientes de metal tantos árboles sabios y amables, y sobre todo el árbol más poderoso que había conocido, y cuya hija me había enamorado teniendo aún ocho años. Como última despedida, y ante la falta de soluciones, ese invierno me planté como adulto en el claro del árbol viejo, y ante él me arrodillé, suplicando perdón por abandonar la búsqueda.
Volvió el niño que todos llevamos dentro a nacer en mí, y agarré la cintura estrecha del árbol con mis brazos, buscando el consuelo de su sabiduría. Imploré a su rostro de corteza por su historia, y regué su base con mis lágrimas saladas.
Toda la noche la pasé a la intemperie, en una duermevela continua, sin soltar la corteza del árbol. Cuando el día me despertó, con su frío aliento, tenía todo el cuerpo molido y dolorido, y la cabeza llena de chillidos ardientes y dolorosos. No podía recordar, en aquel instante, dónde me encontraba, hasta que noté las arrugas del árbol arañando mis manos y mi mejilla, y los recuerdos cayeron de golpe en mi cabeza. Una sombra como de pájaro se agitó fuera de mi campo de visión, y ante la extrañeza de que otro ser vivo se atreviese a poner sus ojos en aquel árbol, alcé la vista con curiosidad.
No era pájaro alguno el que se posaba en sus ramas, sino una hoja de papel amarillento que aleteaba prendida a las zarpas negras del árbol. Sabía que era importante, aún sin conocer su contenido, así que me levanté como pude, y la aferré con un crujido de mis dedos quejicosos. Cuando la tuve en mis manos pude ver que estaba escrita: una caligrafía hermosa y antigua adornaba con sus párrafos toda una carilla. Sólo puedo transcribir lo que decía, pues no son palabras mías las que deben contar su historia.

“Hace demasiado tiempo este claro era verde y hermoso, y aquí conocí yo el amor. Tuvo a bien concederme cinco años de sus labios sobre los míos, de sus manos entre mis dedos, de su cuerpo tentando mis ojos y su voz mis oídos. Vivía yo de rentas antiguas, que eran exiguas pero suficientes, y mientras tanto me dedicaba al arte de la escritura, pasión por la que vivía y que ninguno de los míos apreciaba. Excepto ella. Ella, que fue musa y lectora para mis cuentos y poemas. Tras esos cinco años que me dio, la enfermedad me la arrebató entre toses escarlata, y me dejó solo con mis poemas y mis cuentos, sin nadie que los leyera ni pudiera inspirarlos. Decidí entonces morir yo solo, en aquel claro que tantas alegrías conoció, y allí descansé día y noche, sin comida ni agua, hasta que mi cuerpo lleno de pena y ansia quedó reseco y oscuro bajo el inclemente tiempo. Y de ese cuerpo resecado por la falta de amor y la pena, nació un árbol igual de reseco, que arrancó con sus raíces toda vida a su alrededor y le robó el color al cielo que lo cubría. Hace muchos años, un niño de mirada limpia, que también sabía de cuentos y poemas como yo, me dio una historia nueva para mi existencia, y desperté de nuevo en este cuerpo leñoso. Ya que a ti debo esta segunda vida que tengo, a ti te he de entregar lo único que es de verdad mío: si por casualidad sobrevivo hasta llegar a la primavera, te prometo que de cada rama mía colgará un nuevo cuento, y en esos cuentos encontrarás al niño que fuiste una vez, y quizás te conduzcan hasta la dríade que amaste con tan sólo ocho años.”

Desgraciadamente no queda romanticismo en estos tiempos, y aquel enero el bosque entero fue derribado, incluido el árbol que antaño fue poeta. Quizás quien me lea ahora piense que así se perdió toda oportunidad de hallar a mi dríade, pero se equivoca. Sólo fue imposible encontrarla durante los años que dejé de buscarla, pero las palabras de aquel viejo poeta me acompañan ahora, y me recuerdan que quien no busca, no podrá nunca encontrar.

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