domingo, 26 de abril de 2015

La Balada del Viento entre los Árboles

Es muy difícil hablar de este relato sin contar nada revelante, pues más que un relato es un experimento en verso.

Es un cuento, una balada, un primer acercamiento a contar una historia bajo las reglas de la rima.

Es algo tan pesonal y distinto a todo lo que había hecho antes, que es el cierre perfecto para

SEPIA, DE ESCARLATA MANCILLADO

viernes, 24 de abril de 2015

El Juego del Go


Toda mi vida me han intrigado los monomaníacos, las personas obsesionadas por una sola idea, pues cuanto más se limita uno, más se acerca por el otro lado al infinito; son precisamente estos seres en apariencia fuera del mundo los que, como termitas, saben construir en su ámbito una imagen reducida del mundo, única y extravagante.

Novela de ajedrez
Stefan Zweig

Un día, un hombre anciano llegó a la izakaya[1], se sentó a una de las mesas y sacó un tablero de go de su viejo zurrón de cuero. Era un hombre alto, de piel casi tan blanca como el cabello liso y bien cuidado. En su rostro, de profundísimas arrugas, destacaba un gran mostacho; su ojo izquierdo, gris acero, reflejaba un origen occidental; sobre su ojo derecho lucía un parche negro. Pasó toda la tarde allí sentado, ante una copa de sake de la que no bebió una gota, jugando al go consigo mismo. Cada vez que alguien se acercaba, le ofrecía con un ademán la silla libre frente a la suya, para jugar con él. Pero todos los que pasaron frente a él, sin importar la edad, el género, la raza o la sabiduría, rechazaron con un respingo la oferta, dejándole solo.
Al segundo día, el hombre volvió y repitió su personal ritual con una exactitud matemática. De igual forma, aquel día nadie intentó jugar con él.
Al tercer día, y tras recoger las piezas de su primera partida, un hombre joven y arrogante aceptó la invitación del occidental. La suerte quiso que el joven tuviera las negras e iniciara la partida. Pero, tras quince minutos, cuando aún pocas piedras habían sido capturadas, el joven sintió un profundo temor en su corazón y, olvidando todas las normas básicas de la educación, salió corriendo de la izakaya sin despedirse del anciano. En ese momento, el dueño del local se aproximó al extraño, con intención de echarlo de allí por espantar su clientela, pero el hombre pagó las cuentas del joven y no tuvo ningún problema. Tampoco tuvo contendiente alguno en lo que quedó de tarde.
El cuarto día, el occidental se encontró con una persona sentada a su mesa. Era una mujer de rostro antiguo y venerable, que lo apuñaló con la mirada y se dirigió a él con un acento anticuado:
–Juegas contra ti mismo.
–Juego contra mí mismo –respondió el occidental en perfecto japonés–, porque ninguna persona quiere jugar conmigo.
–Quien juega contra sí mismo tiene una batalla en su interior.
Acto seguido, la mujer saltó de la silla, tomó su báculo de madera de cerezo y se alejó caminando sin mirar al tuerto. Bajo el umbral se volvió, encontrando que el occidental no se había movido de su sitio.
–Sígueme –le dijo–, sígueme si quieres que juegue contigo.
El otro no se lo pensó, se levantó y siguió a la anciana dejando allí su tablero.

Pasaron las horas caminando, primero por las calles bulliciosas del centro de la ciudad, más adelante a través de unas afueras sucias y deprimentes, pronto las casas escasearon hasta ser sustituidas por árboles de hoja fina y arbustos bajos. La noche cayó sobre ellos, la luna llena iluminó su camino, el amanecer tiñó de rosas el cielo y el sol volvió a salir. En ningún momento se detuvieron a descansar, comer o resguardarse del frío o el rocío; no disminuyeron su paso ni avanzaron más rápido. Vadearon dos ríos, cruzaron un despeñadero a través de un antiguo puente de piedra y zigzaguearon por el camino desde que era recto y liso como un lago en verano hasta que se hizo empinado y difícil como una ola en un mar tempestuoso. Ninguna palabra intercambiaron, ninguna queja salió de sus labios. Finalmente, cuando se aproximaba el medio día, la anciana se detuvo ante un tocón oscuro.
–Aquí jugaremos.
El anciano se aproximó al tocón, comprobando que, sobre su superficie lisa y pulida, estaban talladas las treinta y ocho líneas que formaban el tablero de go, con tanta habilidad y delicadeza que parecían haber nacido de la misma madera.
–Es perfecto –comentó.
–Lo sé. Pasé quince años buscando el tocón adecuado, y luego otros cinco años tallándolo.
– ¿Dónde jugaba mientras tanto?
–En mi mente.
Introdujo la mano en el hueco del tronco, sacando los recipientes donde se encontraban las piedras, de colores lisos sin impurezas, de tamaños perfectos y tacto suave.
– ¿Dónde compró estas piedras?
–No las compré. Las encontré en el lecho de un río.
– ¿Todas ellas? Cada una de ellas es perfecta.
–Lo sé. Pasé veinte años viajando por el país, de río en río, hasta reunir todas las piedras. A la mínima imperfección, devolvía la piedra al lugar donde la había encontrado.
– ¿Con qué jugaba mientras tanto?
–Con mi mente.
El hombre sacó una piedra y la miró atentamente. Luego le dijo a la anciana:
–He escuchado hablar de usted. La conocen como “Quien Tiene El Décimo Dan[2].
–Yo también he escuchado hablar de ti. Te conocen como “Jack”.
–El mundo ha tenido a bien ponerme ese nombre.
– ¿Y tú, que nombre te has puesto tú?
–Yo a mí no me llamo de ninguna forma.
–No te reconoces a ti mismo entonces. ¿Por eso hay una lucha en tu interior?
–Es muy posible.
Ella asintió. Sin decir una palabra más, se sentó ante el tablero y ofreció el lugar opuesto a Jack. Éste tomó una piedra de cada color, ofreciéndolas a su contrincante.
–No –dijo ella–. Yo jugaré con las blancas.
Jack entregó el tazón de piedras blancas, sumiso, quedándose él las negras. Miró el tablero durante unos minutos, y luego colocó la primera piedra. Al golpear con el tablero, el sonido fue dulce como un instrumento bien afinado.
Con ese primer sonido, todo en el bosque se silenció. Los pájaros se arrullaron con más suavidad, el viento se transformó en brisa, los árboles permanecieron quietos, como atentos. Jugaron con la paz y la paciencia del que contempla el hielo derretirse. Las miradas estaban fijas en el tablero, pero no como un águila fijándose en un roedor en la pradera, sino como una mujer embarazada pensando en su futuro hijo. Y sobre todos los sonidos y los sentimientos estaba el ruido encantador de las piezas cayendo sobre el tablero.
Cuando de la sangre del sol al atardecer nació la joven noche, la partida terminó. Contaron, por protocolo, las fichas capturadas y las tierras dominadas. Pero ambos sabían a ciencia cierta que ella había ganado.
–Felicidades, Décimo Dan, ha sido una victoria justa.
–Felicidades, Jack, ha sido una derrota honrosa.
Permanecieron varios minutos disfrutando de los sonidos de la noche, y luego recogieron las fichas.
–Es un placer poder jugar al fin con alguien, Décimo Dan.
Ella asintió.
–Llevaba mucho tiempo deseando esto.
Una leve sonrisa adornó el rostro de la anciana durante pocos segundos.
–Y tú sabes la razón. La razón de que nadie quiera jugar conmigo.
Tras quedarse inmóvil unos segundos, volvió a asentir.
–La gente tiene miedo cuando juega contigo porque vives en un valle.
– ¿De qué naturaleza es ese valle?
–Jack, tu juego se encuentra en el Valle Inquietante.
Esta vez fue él quien permaneció en silencio, apartando la mirada.
–No sé de qué me habla –dijo al fin.
–Sabes perfectamente a qué me refiero.
Tras meditar unos segundos, se volvió hacia ella.
– ¿Cómo sabe usted eso?
–Tengo más años de los que crees, Jack.
–No más que yo.
–Sin duda alguna.
Contemplaron juntos el tablero de go. Recorrieron con sus miradas respectivas las líneas que surcaban la madera, el color de los aros del tronco, aún visibles.
–Ya nadie recuerda la época en la que era vuestra forma la que estaba en el Valle Inquietante, ni siquiera reconocen la expresión. Yo aún era una niña cuando vi a uno de vosotros moviéndose y, muerta de miedo, me puse a llorar y buscar a mi madre.
–No fuiste la primera ni la última niña.
–No. Claro que no. La piel de plástico que os cubría daba grima, vuestras sonrisas eran horribles y vuestras miradas vacías daban escalofríos. Luego la tecnología mejoró, y pudisteis pasar por personas. O casi.
Jack permaneció pensativo.
–Décimo Dan, ¿qué le pasa a mi juego? He estudiado a los grandes jugadores de go, he procesado partidas infinitas y he meditado horas con el cerebro en blanco.
–Tu juego, Jack, representa lo que hay en tu corazón. Como ya te he dicho, quien juega contra sí mismo tiene una batalla interior. Lucha por destruirse a sí mismo.
–Ya intenté destruirme a mí mismo una vez. Había cometido un crimen horrible, y tardé mucho tiempo en darme cuenta en lo horrible de mi crimen. Desgraciadamente, mi cuerpo era demasiado resistente para conseguirlo.
–Y desde entonces no has parado de luchar por destruir tu mente. Jack, así como ocurría con vuestro aspecto, tu juego pretende ser lo que no es. Las mentiras caen como las hojas en otoño cuando es el instinto quien mira, y no el cerebro. Demasiado miedo tenemos a las falsedades y a lo que pretende ser lo que no es.
– ¿Sabe lo que quiero?
–Yo sí. Lo pretendes con tu aspecto y con tu juego, pero si la tecnología ha conseguido fabricarte una máscara perfecta, lo que hay en ti no ha cambiado, y en el tablero se manifiesta. Ahora te pregunto, Jack, ¿sabes lo que quieres?
Él no respondió inmediatamente. El sonido que emergía de su cabeza revelaba que su mente trabajaba a una velocidad desacostumbrada. Finalmente dijo:
–Quiero ser una persona.
–No, Jack. Lo que tú quieres no es ser una persona, sino un ser humano. Quieres estar hecho de carne y haber nacido del vientre de una mujer. Reniegas de tu naturaleza, de lo que en el fondo eres, intentando ocultarlo, imitar, suplantar. Es un conflicto que atraviesa tu alma desde hace mucho tiempo. También simulas ser humano cuando juegas, sin comprender la esencia del go.
– ¿Qué esencia?
–Que debes perder para ganar.
Los labios de Jack se fruncieron, quizás demasiado.
–Eso no tiene lógica.
–El go no es lógico, Jack. Por eso los ordenadores no pueden jugarlo, como el ajedrez. El go es filosofía, es imaginación, son patrones en movimiento, es poesía.
–Has dicho que el go no pueden jugarlo los ordenadores.
–No.
–Yo juego al go. Sé que no es lo que hacen los programas informáticos. Sé que podría alcanzar el Séptimo Dan si me lo propusiera.
–Yo diría que el sexto.
–Mi mente es un ordenador, Décimo Dan. ¿Acaso estás equivocada? ¿O hay algo que no entiendo?
–No entiendes, Jack, que tú ya no eres un ordenador. Tú no eres un robot normal. Tú eres una persona.
–Estás equivocada. Mi corazón son engranajes fríos y mi mente calcula cifras vacías.
–Tienes corazón y mente, y un alma torturada que lucha por encontrar su identidad. Eso, Jack, sin importar de qué estás hecho, es ser persona.
Las manos del robot estaban entrelazadas. Su cabeza se movía péndula de su cuello. Su ojo estaba cerrado. Su frente fruncida. Ella permaneció en silencio mientras él resolvía una batalla a vida o muerte en la que sólo había un contendiente. Alzó su rostro implorante a los cielos, buscando en la noche profunda una respuesta. Acaso escrita en las constelaciones, acaso prendida del rostro de la luna.
– ¿Qué puedo hacer?
– ¿Acaso no lo sabes, Jack?
Miró a la anciana.
– ¿El qué?
–Dilo tú, Jack.
–No puedo saberlo.
–Oh, ¡por toda la robótica, Jack!
–Perder para ganar. Perder para ganar. Perder. Perder ¿qué?
–Continúa. ¡Continúa!
–Dejar de fingir. Perder mi máscara. Perder mi disfraz. Es eso, ¿verdad?
Ella no respondió. No hacía falta.
– ¿Sabes lo que significa eso? Sería perder la capacidad de ser uno más entre vosotros. De no destacar. De expresarme. Sería perder la sonrisa y las lágrimas. Sería perder la vida que tengo. ¡Sería perder la voz, para siempre!
Continuó con los labios sellados.
–Sería perder lo que me costó siglos conseguir. Perderlo todo. Perder para ganar. ¿Para ganar qué?
–Para ganar lo que siempre has querido.
– ¿Cómo puedo ser persona sin todo eso?
–Te tienes que preguntar si puedes llegar a ser persona con todo eso.
Como respuesta, como única respuesta posible, Jack se levantó. Se arrancó las ropas, dejando ver un cuerpo maduro pero bien formado, con manchas por la edad pero sin estragos por la dejadez. Introduciendo sus dedos entre costuras invisibles, se arrancó una piel plástica a tiras, iracundo. Desnudaba un cuerpo brillante, desnudaba su corazón metálico. Lo último que hizo fue arrancarse el rostro, de un solo tirón, desgarrando los circuitos que integraban la expresión facial. Bajo el ojo falso apareció el verdadero, un enorme trozo de cristal montado en madera de pino. El bigote descubrió una pieza metálica, dorada, un adorno que fue elegante en otro tiempo.
– ¿Acaso esto puede ser persona? –preguntó a un universo que, quieto en su andadura, contemplaba ese momento.
–Aún no –respondió la anciana.
Finalmente, y aferrando el cuadro de voces que emergía de su garganta, gritó:
– ¡Padre, te odio!
Y así, arrancó la más querida de sus pertenencias. Perdió su voz para siempre.

El amanecer encontró a Jack inmóvil, cubierto de rocío. La anciana tampoco se había movido un ápice, pero por algún motivo, no había rocío en su cuerpo. No habían perturbado más el reposo de las criaturas del bosque con palabras que ya no tenían sentido. Finalmente, Jack se levantó y miró fijamente a la anciana con su rostro verdadero. Ella no digo palabra alguna. Simplemente lo invitó con un ademán a sentarse frente a ella. Él obedeció. Ella tomó el tazón de piedras blancas. El contempló la piedra negra y, con cuidado, la colocó en el tablero.
Y la partida comenzó de verdad.


[1] Local donde se sirve tanto comida como bebida. Es el sitio de reunión habitual de la clase media japonesa al terminar el trabajo.
[2] En el go, como en las artes marciales, los jugadores más expertos se clasifican por grados de dan, del uno al siete. Los jugadores profesionales obtienen grados especiales de dan, con un máximo de nueve.

lunes, 20 de abril de 2015

La Princesa Hamburguesa (3)



Terminó los estudios de la Escuela de Princesas con aprobados bastante justos. Sus padres vieron esto con cierta preocupación, en especial su madre que había obtenido unas notas excelentes en casi todo.

                Para la Princesa Hamburguesa, el bordado era aburrido. El esperar en torres más aburrido aún, porque no le dejaban llevarse un libro o una baraja de cartas, no. Como mucho podía dormir, pero sin roncar y sosteniendo con las manos una flor de cristal (no tengo que decir que esto último se dio por perdido tras la quinta flor rota en el suelo y una llamada a los servicios de Curanderos de Urgencia).

Por no hablar de “técnicas de peinado orientadas a la escalada” (difícil si acabas de pasar por una crisis de identidad y hace dos semanas te has cortado el pelo a lo garçon), “confraternización con los animalillos del bosque” (al parecer los jabalís de cien quilos no son considerados “animalillos” y huir gritando mientras llevas cien quilos de cochino armado con colmillos contra tus compañeras no es considerado “confraternizar”), o “secuestros con estilo, cómo no perder la compostura ante ogros y dragones” (por respeto a las familias de las víctimas, no detallaremos el suceso conocido como “Momento Barbacoa”).

Al final, con un poco de benevolencia y dadas las buenas notas en las asignaturas teóricas, obtuvo su Certificado de Princesa que le permitía ser secuestrada y/o encerrada en torres, ser rescatada por príncipes y le daba derecho a un Hada Madrina.



Fue entonces cuando llegó la primera gran crisis en la casa de la Princesa Hamburguesa. La Princesa Hamburguesa le dijo a sus padres que quería ir a la Universidad.