jueves, 9 de abril de 2015

El Ojo de Dios



–Oh –dijo–. Entonces estoy muerto –añadió.
–Sí –le respondió la Muerte.
No le sorprendió demasiado. Hodge llevaba una vida preparándose para este momento, el más glorioso de todos. Morir en batalla. Miró a su espalda, pero ninguna gloria vio allí. Decenas de cuerpos destrozados en la pequeña capilla, con extremidades arrancadas, los torsos abiertos, las cabezas cortadas. Su propio cuerpo, magullado y herido, tenía un tajo que recorría buena parte de su cabeza, sin duda la herida mortal. Un escalofrío le recorrió cuando comprobó lo poco importante que era el color de la quitina. Todos los cuerpos muertos eran iguales, ya fueran rojos o negros. Comenzó a recordar sus últimas horas en la tierra.

Eran seis. Los comandaba Hilldegard, del que se decía que era “la hormiga más valiente de la historia”, y “el mayor cabrón parido por una reina”. En su lomo, de brillante escarlata, destacaba una cicatriz profunda. Se rumoreaba que era el resultado del aguijón de una avispa de fuego, las pinzas de un alacrán o incluso los guardias de la reina de otro hormiguero. Iba a la cabeza del pelotón, escalando la pared más rápido que el mismísimo demonio. El sargento Gollstand le seguía, marcando el ritmo con su voz grave. Los últimos cuatro de la fila eran KIoot, que tenía las mandíbulas más grandes que la cabeza; Trash, un joven granjero de pulgones, al que todos consideraban un poco corto; Feeg, taciturno desde que una escaramuza contra el enemigo le arrancase el ojo derecho; y el propio Hodge, el más joven de la tropa, y, tal vez por ello, el más motivado a la idea de una dulce muerte en batalla. Se dirigían a una grieta que los exploradores habían hallado entre dos azulejos, que al parecer conduciría a las entrañas del territorio enemigo. Hilldegard dio el alto y la tropa se detuvo. El avezado comandante miró hacia el lejano suelo, y todos lo imitaron. Allá, en la lejanía, una fila negra serpenteaba sobre el suelo de losas rojas. El enemigo. Hodge había participado ya en dos o tres encontronazos con tropas de reconocimiento enemigas. Una de ellas era una exploradora, solitaria, más preocupada en la búsqueda de comida que en la batalla entre ambos bandos. No había compasión en la guerra, le recordó Feeg mientras Hodge contemplaba los restos despedazados de la hormiga negra. Excepto por el brillo azabache de su quitina, poca diferencia veía entre su enemigo y él mismo. Pero Feeg escupió sobre el ojo muerto. Ya entonces su rencor por la herida le había agriado el carácter, antaño chistoso.
Más allá del horizonte, un grito de guerra inconfundible les llegó nítidamente. Miraron en esa dirección, y observaron a su noble ejército, brillando en carmesí, cruzando la distancia que les separaba de las filas enemigas. Cayeron sobre ellos ferozmente, provocando que el enorme monstruo negro que era el hormiguero local se revolviera contra ellos.
–Esos valientes están dando su vida por darnos una oportunidad –dijo Hilldegard–. Honremos su memoria haciendo que su sacrificio valga la pena.
Siguieron escalando, sin mediar palabra, acelerando aún más la marcha forzada, hasta que finalmente alcanzaron la grieta. Ante los filos agudos de la apertura se arremolinaron.
–Trash –dijo Hilldegard.
– ¡Señor! ¡Sí, señor!
–Adelante, Trash. Compruebe si no hay enemigos.
– ¡Señor! ¡Sí, señor!
Trash penetró, con su abultado cuerpo, en la pequeña grieta. Hodge tenía el corazón en un puño, bombeando con fuerza su hemolinfa. Feeg tenía esa aparente calma que da la ira contenida. Kloot hacía chasquear sus mandíbulas de impaciencia. Gollstand permanecía en posición de firmes. Y Hilldegard no apartaba la vista del agujero. Un grito ahogado alertó a la tropa, que como una sola hormiga se puso en posición de alerta. Una cabeza negra salió de la apertura, pero pronto cayó al vacío, separada del tórax.
–Camino despejado –dijo Trash desde el interior.
Hilldegard asintió, y Gollstand dio la orden de entrar. Al otro lado de la pared, tras un pequeño túnel de barro rojo, los soldados se encontraron con los restos del enemigo, y una de sus patas en la boca de Trash.
– ¡Suelte eso, soldado! –gritó de repente Hilldegard.
Las mandíbulas del granjero se abrieron de golpe, y la pata cayó con estrépito en el suelo.
–Señor, era… Señor, era el enemigo, señor. Ya estaba muerto.
– ¡Soldado! ¿Tengo cara de araña, soldado?
–No, señor… no…
– ¡Más fuerte, soldado!
– ¡Señor! ¡No, señor!
– ¿Está seguro, soldado?
– ¡Señor! ¡Sí, señor!
– ¿Es usted una araña, soldado?
– ¡Señor! ¡No, señor!
–Eso espero, soldado. Porque odio las arañas. Sólo un monstruo como una araña se comería a sus congéneres, soldado. Si viera una araña, la mataría con mis propias mandíbulas. Así que espero, por su propio bien, que usted no sea una araña.
– ¡Señor! ¡Sí, señor!
El comandante se alejó, con paso firme, a través de los entresijos de barro y cemento excavados por el agua, los siglos y el enemigo.
– ¡Y eso va para todos! ¿Lo habéis entendido, nenazas? –gritó Gollstand.
– ¡Señor, sí señor! –gritaron al unísono.
Siguieron el camino del comandante, a través del aire enrarecido y la humedad. Allí no llegaban los sonidos de la guerra, pero sin duda se libraba una batalla épica.
–Mi hermano está ahí fuera –dijo de repente Kloot.
– ¡Soldado! ¿Quién le ha dado permiso para hablar? –rugió el sargento.
Pero Hilldegard asintió con la cabeza, concediendo permiso a la tropa para hablar, y Gollstand acató el mandato.
–Espero que mate muchas negruzcas –dijo Feeg.
–Seguro que sí –respondió Kloot–, tenemos las mismas mandíbulas que nuestro padre. Oh, maldito cabrón, nuestro padre. Lo llamaban “Escarabajo”. Por las mandíbulas, sabéis.
– ¿Sois muchos? –preguntó Hodge.
–No demasiados. Apenas unos cinco mil.  Bueno, muchos murieron ya, claro. Los machos se han reproducido ya casi todos.
–Yo no reconocería a mis hermanos –dijo Trash–. Desde que me destinaron a las granjas no he visto nada más que pulgones y otros granjeros.
–A lo mejor nos hemos traído un pulgón, y no un granjero –soltó Feeg, con más acritud que sorna.
– ¡No me insultes, tuerto!
Feeg no respondió con palabras, sino con hechos. Colocó su cabeza bajo el vientre de Trash, lo volteó de un movimiento, y colocó sus mandíbulas en la garganta del granjero.
–Escúchame, pulgón. Un ojo me basta y me sobra para acabar con un pulgón como tú. ¿Vale?
–Soldado, guarde esa energía para el enemigo –espetó Hilldegard.
–Señor, sí señor.
Escupió en la cara de Trash, que era incapaz de responder, temblando sus patas de miedo. Se alejaron todos del granjero, al que le costaba voltear su pesado cuerpo, cuando un grito les alertó. Al volverse contemplaron con horror las patas largas y finas de una araña, cayendo sobre el indefenso Trash, y llevándoselo antes de que pudieran moverse.
–Ha recibido su recompensa. Su dulce muerte. Nos espera la nuestra. ¡Adelante, soldados! –arengó el comandante.
A ninguno se le escapó la ironía de aquella muerte. Ni si quiera a Trash.

Hilldegard mandó silencio, y todos obedecieron. Una voz apagada emergía del suelo. Por el acento, se trataba de una hormiga negra. Por el tono, de un sermón. Habían encontrado el lugar. Deslizándose lo mejor que les permitía el terreno, sin despertar ruido alguno, se acercaron al origen de la voz. Encontraron una grieta en el cemento, y más allá, una cámara excavada, donde se encontraba su objetivo. Dos docenas de obreras, las más pequeñas, se encontraban custodiando un nutrido número de larvas. A ninguno se le escapó lo parecidas que eran a sus propias primas pequeñas. En una elevación de terreno, el sacerdote emitía su plegaria. Y detrás de él el objetivo, el origen de la guerra. El Ojo de Dios. Lo que habían ido a recuperar, a costa de sus propias vidas.
–Hermanos, debemos ser fuertes –decía el sacerdote–. Esas rojas atacan nuestros cuerpos con sus mandíbulas. Nuestros hermanos y primos luchan por salvar nuestra vida. Pero el Gran Dios vela por nuestras almas. Por eso su ojo –hizo un ademán para apartarse, y mostrar el objeto sagrado–, que nos fue concedido a nosotros, sus Escogidos, tiene cuatro pupilas. Porque vigila a cada uno de sus hijos. Por eso es negro, porque es una señal para nosotros. Por eso brilla, porque Él es calor, brillo y luz para nosotros. Recemos.
Feeg, que llevaba todo el sermón toqueteando la cuenca vacía de su ojo, saltó sin obedecer ninguna orden hacia el centro de la sala.
– ¡Malditas! ¡Me llevaré ese ojo a cambio del que me arrebatasteis!
Y sin decir más comenzó a masacrar larvas. Sus mandíbulas se tiñeron de hemolinfa, y su ojo sano se tiñó de furia homicida. Las obreras, tras el momento de confusión, se lanzaron a por él.
–Maldito idiota –dijo Hilldegard–. ¡Al ataque!
El círculo de obreras negras ya había rodeado al soldado, apartando las larvas supervivientes de su mortal mordisco. Mientras tanto, Kloot caía en su retaguardia, haciendo que tuvieran que reagruparse, y el resto de la tropa escalaba el techo, en dirección al sacerdote. Feeg lanzaba mordiscos sin ton ni son, mordiendo más aire que carne. Hasta que dio la espalda a una obrera particularmente grande, que cayó sobre su espalda, mordiendo su tórax. Fue lo único que necesitaban las demás, que terminaron por despedazar al invasor. Por su parte, las mandíbulas de Kloot demostraron ser poderosas, arrancando cabezas y patas por doquier. Pero un retén de soldados penetró en la caverna a sus espaldas. No le dieron tiempo a volverse. Hilldegard se volvió, y se dirigió a Hodge:
–Intentaremos detenerlas. Llévate el Ojo de Dios. ¡Corre, muchacho!
Comandante y sargento cayeron al unísono, justo en el caos. Sus ataques, certeros y precisos como sólo la experiencia podía concederles, les garantizaron un espacio libre de enemigos a su alrededor.
–Esto no es peor que la batalla contra la escolopendra, ¿eh, comandante?
–No, Gollstand. No es peor. Aunque de esta no sobreviviremos.
–Es un honor morir a su lado, comandante.
–No querría tener una dulce muerte al lado de otra hormiga, sargento.
Mientras tanto, Hodge alcanzaba al sacerdote, que le esperaba con las mandíbulas preparadas.
–Maldito hereje –le saludó la hormiga negra–. No te llevarás lo que es nuestro.
Detrás del sacerdote, el Ojo de Dios, el enorme disco negro con cuatro aperturas, refulgía a pesar de la oscuridad. Hodge lo miró a la cara, escuchando cómo su comandante y su sargento expiraban, entre estertores enemigos. Le hubiera encantado haber dicho alguna frase ingeniosa, pero en lugar de eso se lanzó contra el sacerdote. Sus bocas se tocaron. Ambos juegos de mandíbulas se cerraron al unísono.

–Nos matamos mutuamente –le comentó Hodge a la Muerte.
–Es hora de marcharse.
–No es dulce.
– ¿Perdón?
–Me habían hablado de la “dulce muerte” desde que era una larva. Que era el mayor honor que podía tener una hormiga: morir por su colonia. Pero no es dulce. Es amarga. ¿Tiene algún sentido? Esta batalla, digo.
–Sí. De algún modo, sí.
–Explícamelo. Explícame el origen de tanta muerte, de tanto sufrimiento. Es lo mínimo que merezco.
– ¿Que te mereces? ¿Por qué?
–Porque tengo derecho a saber al menos la razón de mi muerte. No me refiero a cómo he muerto, sino por qué he muerto. ¿Por el Ojo de Dios? ¿Por el orgullo de la colonia? He de saberlo. Explícamelo.
–No lo entenderías.
–Déjame intentarlo.
La Muerte asintió. Por una casualidad del destino podía hacer algo.

Hodge se despertó, pero no se despertó. Estaba en otro cuerpo. Ya no era una hormiga. Era algo más grande. Muy distinto. Y podía acceder a sus recuerdos. Era un humano. Un enorme y pesado humano, tumbado en una enorme y pesada cama. Era un tiempo anterior, mucho antes de que la hormiga naciese. Y estaba en coma. La providencia había concedido un espectador silencioso al origen de la guerra, y la Muerte había aprovechado tal circunstancia para satisfacer la curiosidad de Hoge.
El cuerpo se hallaba en la habitación de una residencia de ancianos. Era un lugar oscuro, de colores apagados y olor a repollo cocido. El armario era antiguo, de madera hinchada y quebradiza por la humedad. La cama, de metal pintado de amarillo hueso. De repente, la puerta se abrió. Allí estaban la doctora, con el pelo teñido de rubio y la bata blanca; y el enfermero, casi una cabeza más alto que ella, con el pelo cortado a cepillo. Tenían los ojos cerrados, y las bocas unidas. Él se separó un instante de ella.
– ¿Aquí? –preguntó.
–A él no le va a molestar –susurró ella.
Sonreía, mostrando unos dientes blanquísimos, mientras recorría con su dedo el cuello del otro, hasta soltar un botón de su pijama azul, y liberar una franja de pelo negro y rizado. Introdujo una mano coqueta en la apertura, provocando una sonrisa cómplice en el enfermero.
–Me tientas –dijo él.
–Al menos lo intento.
Las manazas del enfermero agarraron con fuerza las nalgas de la doctora, y con fuerza la empujó contra la pared, provocando un gemido en ella. La doctora besó el cuello, sudoroso y grueso, recorriéndolo desde su raíz hasta el ángulo de la mandíbula, para luego lanzar una dentellada contra el lóbulo de su oreja. Las manos femeninas, de uñas pintadas, tironeaban del pijama, intentando quitarlo. De un empellón, él sostuvo su cadera con la suya. La mujer envolvió el torso masculino con sus piernas, perdiendo un zapato por el camino. Él estaba entrando, por los gemidos de ella y los movimientos de sus cuerpos. Ella cerraba los ojos con fuerza, abría la boca con delicadeza, y gemía con cuidado de no llamar la atención. Él resoplaba, cual buey, con cada  nueva embestida. La doctora se mordió el labio, y tiró con tanta fuerza del pijama de él que las costuras se rompieron. Se detuvieron un momento, para mirarse a los ojos.
–Acabas de romperme el pijama.
–Te compraré otro, no pares.
–No, no. Esto lo vas a pagar –sonreía de un modo perverso, encendiendo las mejillas de la doctora.
–Inténtalo.
Él dio otro empujón más, usando su pelvis para mantener a la doctora en la pared, provocando otro gemido en ella. Libres las manazas, agarró la camisa de ella, y en su deseo iracundo la abrió con fuerza, dejando ver sus pechos ocultos tras el sujetador.
Más tarde terminarían, con la cabeza de él hundida entre los senos de ella, y la lengua jugueteando en el estrecho desfiladero que provocaba el apretado sujetador. Pero Hodge estaba más pendiente de uno de los botones de la camisa. Un botón grande, negro, con cuatro agujeros. Algo que podía reconocer fácilmente. El botón cayó al suelo, cerca de la entrada al hormiguero.

Volvía a ser un espíritu, un rastro de su vida pasada. A su lado le esperaba la Muerte.
–Tenías razón. Ahora sé por qué empezó esta guerra. Pero aún así no comprendo… No entiendo cómo hemos perpetrado esta masacre, esta guerra, este horror.
–Te lo advertí.
–Y todo para nada. El Ojo de Dios es… –la conciencia de haber sido humano se iba difuminando, pero intentaba atrapar el concepto–, un botón. Un botón extraviado.
–Esos asuntos ya no te incumben. Debemos irnos.
– ¿A dónde vamos?
–Allí donde debes ir. Un lugar donde no importa que una hormiga sea negra o roja.

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