viernes, 30 de diciembre de 2016

Johnatan Linderstörm



Biografía de Johnatan Linderstörm, personaje para partida de Blacksad.

La partida: https://youtu.be/CYmtKwDouf0

El rumor había conseguido infectar a cada uno de los sirvientes. Desde el mozo de cuadras hasta el mayordomo, desde el ama de llaves hasta el pinche, todos habían sido contagiados por su insidia. Podía respirarse, podía saborearse en el agua y sentirse a través de las espesas alfombras. Tan presente estaba en cada resquicio de la mansión que, sin que ninguno de los sirvientes hubiera traicionado la ley del silencio, el augusto y orgulloso dueño de la casa empezó a ser incómodamente consciente de su presencia. Hasta que una mañana de otoño se convenció plenamente de que aquello no se trataba de ningún rumor, sino de una verdad cierta ante la que no cabía ninguna duda.
Thomas Lindstörm, orgulloso armiño de rango abolengo, observó a su mujer embarazada de su tercer hijo. En la sonrisa de ella encontró la confirmación que necesitaba. Aquel niño no era suyo.
Corría el año 1848 y Thomas Lindstörm tenía en aquel entonces bastantes problemas con los que lidiar. Cada vez más tenía que hacer malabarismos para cuadrar unas cuentas que nunca estuvieron acostumbradas a ser exiguas. Si bien no lo parecía, pues no se privaba de ninguno de los privilegios que su estatus y su fortuna le permitían, ya que de otro modo dicho estatus hubiera quedado en entredicho. Sus latifundios en el oeste de Suecia le daban cada vez más quebraderos de cabeza, con cosechas malas que comenzaban a desmoralizar a un campesinado ya de por sí enardecido por ideas progresistas. Ideas que al señor Lindstörm le producían una mezcla de desprecio y temor.
Dado el semejante clima, el escándalo de un divorcio y una acusación de adulterio que, cierto era, no podía sostener más que con su palabra y su sospecha, eran lo último que necesitaba para mantener su posición y sus inversiones.
Por todo ello, aquella mañana de otoño, en su mansión en Oslo, el señor Lindstörm sonrió a su mujer con la fría complacencia con la que la trataba y no dijo nada.
Si el señor Lindstörm hubiera estado tan informado como el resto del personal, o hubiera decidido indagar un poco más en lugar de aplicarle a aquel tema una pátina de ignorancia y desdén, pudiera haberse enterado fácilmente que el padre más probable del niño era aquel apuesto roedor africano que hacía las veces de conductor de la calesa, y con el que la señora Lindstörm no paraba de mirarse de una forma absolutamente inequívoca.
Ante la indiferencia del patrón y el descaro de la patrona, la servidumbre sólo pudo hacer una cosa: mantener vivo el rumor con tanta fuerza que se entremetió entre las rendijas de cada mueble, entre las costuras de cada alfombra, hasta tal punto que ningún sirviente que se contratase pasaba más de dos horas en aquella casa antes de enterarse de toda la historia.
Con respecto a cuánta veracidad había en aquel rumor, no existe prueba escrita ni testimonio recogido que pueda verificarlo, tampoco que pueda desmentirlo. Pero el sorprendente parecido entre el viejo Thomas Lindstörm y su bisnieto parecen contradecir el rumor.
Rodeado de dichas dudas con respecto a su paternidad nacería Johnatan Lindstörm en enero de 1849.
El pequeño Johnatan fue criado por una institutriz fea y estricta, una cierva francesa que intentó que aprendiese latín, historia, filosofía y retórica. De ella sólo aprendió palabrotas en francés y alguna historia de marineros, contada entre dientes durante las cada vez más frecuentes borracheras, que los indolentes padres del niño se esforzaban por ignorar.
Thomas Lindstörm nunca sintió una aversión o una animadversión por el niño, al que en su fuero interno consideraba más bien una desdichada víctima de los pecados de su madre. Pero por otro lado, tampoco le mostró el mayor interés o aprecio. Distinto era para los hijos mayores, uno ya prometido y a punto de fundar su propia rama del imperio Lindstörm y otro preparándose para leer sus votos. Estos eran colmados de reconocimiento y orgullo paterno, sus ideas más peregrinas eran celebradas como grandes invenciones originales y cada modesto plan parecía augurar un futuro esplendoroso que sacaría a Suecia de aquella crisis económica que parecía iba a ahogarla.
Al contrario de lo que pueda parecer, este agravio comparativo pasaba bastante desapercibido para Johnatan, que libre de cualquier control por parte de sus padres o de su institutriz, pasaba sus días en el campo, hablando con campesinos de manos encallecidas y ojos soñadores. Estos, bastante más alfabetizados que sus homónimos del resto de Europa, habían escuchado los clamores de una revolución, y entre borracheras y chanzas fueron vertiendo en el joven su odio hacia la oligarquía corrupta y la represión religiosa que se vivía en el país.
Mucho de aquel tiempo lo pasaba Johnatan con una humilde familia de ratones de campo, los Andersson, cuyo patriarca había casi acogido al hijo de su patrón con el afecto y el paternalismo que nunca le concedió Thomas.
Cuanto más tiempo pasaba Johnatan frecuentando a aquella familia, más cómodo se sentía entre sus miembros y más incómoda era la situación para ellos. Lo que en principio era un sentimiento paternalista y afectuoso por un muchacho dejado de lado por todos, pronto empezó a mostrar sus verdaderas implicaciones.
En su ignorancia juvenil, Johnatan solía traer regalos a la familia, a la que veía pasar hambre y frío durante los duros inviernos suecos. Un día era un leño extra para la modesta chimenea, otro día eran arenques en conserva que había cogido de la cocina, alguna vez era una pequeña lata de caviar.
Honestos y temerosos, los pobres ratones no sabían cómo gestionar la gentileza del joven patrón. Por un lado, aquella situación no era desconocida para los otros campesinos, que comenzaban a rumorear y a envidiar los dones que la familia recibía. Un trato de favor tan arbitrario como es el corazón de un adolescente ignorante.
Por otro lado, rechazar aquellos obsequios no hubiera sido sólo injusto y descortés, sino que detrás de todo ello se escondía el miedo a ofender al hijo del patrón, y por extensión al patrón mismo.
La situación comenzó a tomar tintes catastróficos cuando, en plena efervescencia juvenil, el joven patrón empezó a fijarse en la delicada y modesta hija del matrimonio, una ratoncita rubia de ojos asustadizos que tenía un año más que él y que ya empezaba a llenar tímidamente la camisa. El temor se acrecentó al constatar la madre que su hija respondía favorablemente a los, cada vez menos inocentes, piropos de Johnatan.
Un día, el padre de la pequeña fue a hablar con el señor Thomas Lindstörm para expresarle sus preocupaciones. De algún modo, aquella conversación comenzó a cristalizar los rumores que durante catorce años habían impregnado la casa de los Lindstörm. La ignorancia que Thomas había demostrado hasta la fecha resultaba ser una máscara para su ira, un castillo que él creía inexpugnable pero que resultó hecho de naipes. Al retirar una sola carta de a base, el castillo se derrumbó.
Mas la ira del patriarca de los Lindstörm no era una furia roja y biliar, de gritos y venas hinchadas. Ese tipo de ira se deshincha con el tiempo, como una vela cuando ha pasado la tempestad. No. Él poseía una furia silenciosa, fría y eficaz como un bisturí.
Poco a poco, los privilegios del más joven de los Lindstörm comenzaron a desaparecer, de tan sutil manera que ninguno de los habitantes de la casa, y mucho menos el propio Johnatan, se dieron cuenta de lo que estaba pasando hasta un año más tarde cuando llegó la gran conmoción.
En la primavera de 1866, la familia Andersson fue expulsada de la hacienda de los Lindstörm. Aquel despido fulgurante e inesperado era, en realidad, parte de un plan elaborado por ambos hombres en aquella tensa conversación. El señor Lindstörm había escrito cartas de recomendación excelentes para el honesto ratoncillo y le había dado un año para encontrar un nuevo patrón. Y bien era cierto que patrones no escaseaban, pues cada vez más vacíos estaban los campos de Suecia en aquella época.
A pesar de que el arreglo fuera de común acuerdo entre el señor Lindstörm, el señor Andersson y, por supuesto, la señora Andersson, el verse obligados a abandonar la casa y las tierras que tanto tiempo habían trabajado fue un trago amargo.
Para el joven Johnatan, que en aquel año había hecho enormes progresos en su relación con la cada vez más hermosa ratoncita, la noticia fue una enorme sorpresa. Ni siquiera pudo despedirse de ella, simplemente un día ya no estaban allí.
Encolerizado por primera vez en su vida, Johnatan Lindstörm se enfrentó al terrible Thomas en favor de los Andersson. El joven, con un ardor que su padre jamás había demostrado, gritaba y gesticulaba y no paraba de esgrimir insultos franceses que tan bien había aprendido de pequeño. Impasible y flemático, Thomas respondía a sus preguntas con comentarios sutiles dirigidos al ego y al corazón del joven. Le reprochaba de forma silenciosa y sutil no haberse preocupado más por la situación económica de las tierras, que habría propiciado tal despido. No haberse formado mejor, como sus excelentísimos hermanos mayores, lo que le hubiera permitido ayudar a aquella pobre familia de una mejor manera. Pues pequeños latrocinios y obsequios baladíes no son nada para una familia que tiene que mantener a tres hijos pequeños y pensar en la dote de una hermosa hija.
Mucho más experimentado y calculador que Johnatan, aquel combate dialéctico no tenía más que un final previsible. Johnatan exigió a su padre su parte de la herencia. Thomas dibujó una media sonrisa en su rostro. Si su hijo se hubiera interesado más por los negocios de su familia, hubiera reconocido esa sonrisa de inmediato. Era la sonrisa que Thomas guardaba para sus rivales, políticos y económicos, justo antes de revelar el as bajo la manga. El patriarca sacó una cartera de piel, contó unos pocos riksdaler specie y los dejó sobre la mesa. Fue así como Johnatan descubrió que hacía meses que no formaba parte del testamento de Thomas Lindstörm.
El joven, encolerizado, cogió las monedas que su padre le había puesto sobre la mesa, cogió una muda de ropa y algunos objetos de valor de su habitación y dejó la casa para nunca más volver.
Sería hermoso decir que su madre y sus hermanos le extrañaron, que su padre se arrepintió y que aquel amor de juventud siempre estuvo pensando en él. Pero no sería cierto.
Con apenas unos riksdaler en el bolsillo y los que pudo escamotear de la venta de un candelabro de oro y un par de chucherías de plata, el joven armiño intentó probar suerte por su propia cuenta. Pero fue en ese instante cuando se dio cuenta de todos los pequeños pasos del plan de su padre.
Ninguna escuela, ningún centro de enseñanza y ninguna empresa iban a aceptarlo. Todo eran buenas caras, pero aquel apellido le vetaba cualquier oportunidad de hacerse una carrera. Con paciencia, astucia y toda su influencia, Thomas Lindstörm había cerrado casi cada puerta que podría encontrar Johnatan. Ni siquiera al cultivo podía dedicarse, pues si bien tantos años cerca de los campesinos le habían enseñado la esencia del trabajo, y mostraba gran disposición para el trabajo duro, ningún terrateniente hubiera osado insultar el apellido que portaba contratándolo.
Al final, Johnatan tomó el único camino que su padre no podía cercar: el mar. Se embarcó en una travesía hacia Londres y, desde allí, hacia la tierra de las oportunidades.
Mucho se ha discutido de las razones del gran éxodo sueco hacia Estados Unidos. En aquel tiempo, la aristocracia sueca culpó a la agresiva publicidad de las grandes navieras, que habían abaratado costes en el transporte de pasajeros gracias a los nuevos motores de vapor. Pero entre los honestos renos, los atareados roedores y los ocasionales lobos solitarios que acompañaban a Johnatan en su viaje trasatlántico, lo que el armiño sentía era esperanza y deseos de una libertad religiosa, de un respeto a la mujer y de un sistema justo para el campesinado que no podían tener en Suecia.
El propio Johnatan no sabría decir si los esperanzados textos de Gustaf Unonius, fundador de Nueva Upsala, fueron su inspiración para dirigirse a Wisconsin, o simplemente era el empuje de otros emprendedores que, al igual que él, buscaban tierra barata y buena que cultivar. Pero para cuando el joven armiño pudo llegar a la Tierra Prometida, no quedaban en sus bolsillos más que unos pocos dólares que había mal cambiado por sus riksdaler.
Incapaz de tener tierra propia, buscó entre los colonos alguien que buscara mano de obra barata, honesta y bien dispuesta para el trabajo.
Era un pequeño roedor. Ante los brutos bisontes o caballos que solían trabajar la tierra, era un alfeñique del que solían reírse los capataces. Pero su insistencia y su apellido sueco consiguieron ablandar el corazón de los Hagebak, unas gaviotas noruegas que llevaban ya una generación en los Estados Unidos, para los que estuvo trabajando durante cinco años.
Si alguien hubiera preguntado a Johnatan Lindstörm, hubiera dicho que fue la peor época de su vida. Sin un solo descanso, levantándose por la mañana, haciendo el trabajo de gentes más grandes y fuertes que él, y acostándose derrotado tras una parca comida.
En su fuero interno, no obstante, hubiera tenido que reconocer que fue la época más feliz de su vida.
En el año 1873, el patriarca de los Hagebak falleció y se repartió la tierra entre sus cuatro hijos. El penúltimo, Charles Hagebak, consciente de que el trozo de terreno que estaba heredando era tan pequeño y explotado que iba a traerle más problemas que soluciones, consiguió convencer al primogénito para que le comprara su parte y así partir de allí. Charles tenía aproximadamente la misma edad que Johnatan y, aunque el armiño no lo sabía, llevaba un tiempo sintiendo una especial inclinación por el roedor espigado y de rostro decidido que trabajaba para su padre.
Así pues, el día antes de partir de la hacienda familiar, se acercó a Johnatan. Le dijo que allí, en el campo, no había nada para la gente joven. Que las oportunidades estaban en la ciudad. Johnatan asintió, y luego le dijo que eso estaba muy bien si alguien tenía suficiente dinero como para instalarse en la ciudad. Charles le respondió que él acababa de heredar una muy buena suma. Johnatan le deseó la mejor de las suertes en la ciudad e intentó retomar su trabajo.
“Ven conmigo”, le pidió por fin. “Seremos imbatibles. Dos jóvenes con dinero en una ciudad llena de oportunidades”.
El armiño dudó, por supuesto. Pero ese ardor tan poco propio de los Lindstörm le hizo desear el sabor de la aventura, de lo inexplorado. Al día siguiente, presentó su dimisión ante el nuevo patriarca Hagebak y partió junto con Charles hacia la ciudad de Chicago.
Las informaciones de Charles Hagebak, sin embargo, estaban desfasadas. Era cierto que la ciudad había experimentado un impulso económico y un crecimiento demográfico impresionantes en los últimos cuarenta años. Y desde el gran incendio de 1871, la construcción de un nuevo centro había atraído grandes empresas del sector. Pero justo en 1873, una crisis económica había hundido la ciudad y todo se había paralizado.
Si la joven gaviota hubiera ido por su cuenta, posiblemente se hubiera estrellado y se hubiera visto obligado a volver arrastrándose al hogar familiar, como hijo pródigo ante su hermano mayor. Pero para su fortuna había escogido muy bien a su compañero de viaje.
La astucia del armiño les permitió no sólo sobrevivir, sino mantener en bastante buen estado el capital del que disponían. De ese modo, cuando, en la década de los ochenta, la construcción volvió a ponerse en marcha, la empresa de construcción Hagebak&Associated se convirtió en uno de los pilares de la construcción de una nueva y floreciente Chicago.
Johnatan contaba en aquel entonces 36 años. Estaba casado con una armiña de ascendente sueco que había trabajado como criada y que le había dado un hijo, al que llamó Charles en honor de su socio.
Durante tres años, la empresa funcionó bien y los Lindstörm pudieron vivir con holgura.
El desastre para la familia Lindstörm ocurrió el año 1888, tras una noche de borrachera de los dos nuevos ricos, Johnatan volvió a bromear con su socio acerca de la soltería de éste. Llevaba diez años haciéndole aquel tipo de bromas.
Charles no lo soportó más, y en lugar de confesar sus sentimientos, directamente besó al hombre al que llevaba toda una década amando en silencio.
Aquel fue el fin de la sociedad. Charles se quedó con la empresa, con el capital, con las acciones y el beneficio. Johnatan se llevó aquello que consideraba justo, en concepto de beneficios ganados gracias a su esfuerzo. Charles no se opuso.
No tenía ninguna duda de que, con su visión de negocios y aquel capital podría haber construido un nuevo imperio, capaz de rivalizar con el de Hagebak. Pero Johnatan no contaba con el azar, y a sus 34 años sufrió la rotura de un aneurisma cerebral, que le dejó en coma durante tres meses antes de llevárselo. Tres largos meses que bastaron para acabar con el capital amasado en aquellos años.
Dejaba atrás una mujer que llevaba muchos años sin trabajar, sin experiencia ni formación, y un hijo de 4 años.
Charles nunca se sintió culpable de lo ocurrido, pero por amor a la memoria de Johnatan, caridad y respeto a su antiguo socio les dejó una pensión a ambos. Por celos hacia la mujer de su socio, que había tenido las atenciones que él hubiera deseado, la pensión era bastante más ajustada de lo que hubiera podido permitirse.
Ella, mujer un tanto simple, nunca vio aquella pensión de otra forma que una bendición, de un acto generoso del antiguo socio de su marido.
Charlie Lindstörm creció, pues, a la sombra de un padre idealizado por su madre. Que había cruzado el charco con apenas unas monedas en el bolsillo y había construido un imperio de la nada con sus propias manos. Un hombre lleno de aspiraciones y de sueños, que les había sido arrebatado demasiado pronto.
La pensión de Hagebak les permitió vivir, pero poco más. El pequeño siempre vestía ropas humildes y mil veces remendadas, estudió en un colegio público con libros prestados y aceptó cada pequeño trabajo que pudo para poder ayudar a su madre, pronto enferma de gota y condenada a una silla de ruedas, a llegar a final de mes. Mientras tanto, la enorme casona familiar comenzaba a perder criados, las habitaciones a cerrarse y el polvo a acumularse en antigüedades que el joven no consideraba valiosas y la anciana anclas para una memoria que se le escapaba.
Con dieciséis años, Charles Linderstörm se presentó en la empresa de construcción Hagebak para pedir trabajo, tras dos meses de insistencia de su madre. El joven, asustadizo y acostumbrado a ambientes humildes, no presentó su apellido inmediatamente, y fue recibido por uno de los capataces, que en seguida lo rechazó por tener un cuerpo delgaducho y débil.
Sin el ardor que había tenido su padre, ni aquella confianza en sí mismo, no intentó insistir. Pero, para fortuna suya, estaba cerca el propio Charles. Sin reconocer al hijo de su antiguo socio, sí que recordó cuando, contando él 14 años, un joven armiño de rostro decidido se había presentado en la finca familiar intentando ocupar el puesto de caballos y bueyes. Charles convenció al capataz que le diera al chico una oportunidad y, justo después, sintió una punzada de culpa y miedo a repetir los errores del pasado y se desentendió del tema.
Así, Charles Lindstörm terminó trabajando en la empresa de su padre, en el puesto más humilde, que ostentaría el resto de su vida.
En 1904, contando Charles 20 años, en el funeral de su madre, conocería a Lisa. En aquel entonces, Lisa Humbert tenía sólo 14 años, pero ya tenía maneras de adulta y en su rostro redondeado dormía la promesa de su belleza posterior. Era la hija del pastor protestante que oficiaba el entierro, y la modestia y la severidad del acto le impidió acercarse a la jovencita, pero no fijarse en ella.
Sin la figura de su madre, que había ocupado un lugar central en la vida de Charles, la casa familiar se me hizo enorme. Cada gigantesco techo y cada habitación cerrada le recordaban la grandeza de un padre al que no conoció, y al que no era capaz de alcanzar. Su carácter sencillo no llegó tan profundo, simplemente notaba el frío, y la culpa, y no sabía exactamente de dónde provenían estos.
Por otro lado, el fallecimiento de su madre cortó de golpe la financiación que Hagebak había procurado a la familia hasta ese momento. Más ocupado en su decrepitud y en sus culpas que en otra cosa, sus asesores no dudaron un segundo en acabar con esa fuente de gasto “injustificada” en el momento en el que el primer resquicio legal se lo permitió.
Charles era incapaz de llevar una casa tan grande, de soportar la angustia emocional que se desprendía de ella y de pagar las facturas que ésta generaba. La venta del inmueble, y de los aparatosos objetos que se pudrían o llenaban de polvo en su interior, se convirtió en una prioridad ineludible. Mas el joven armiño no tenía ni los conocimientos ni la habilidad de su padre para los negocios. Y el cuidado de una madre enferma y demandante había acabado con todo conato de vida social que pudiera haber tenido.
No es de extrañar, pues, que recurriese a la única figura de autoridad de la comunidad con la que podía tener alguna cercanía, esto es, el pastor que había ofrecido las exequias por la muerte de su madre y que había sido conocido de la familia desde hacía bastantes años.
El que los ojos de Lisa atormentasen al pobre Charles durante las largas noches de insomnio en el caserón familiar quizás influyese también.
El padre Humbert, hombre tranquilo y de maneras educadas, fue mucho más agudo que Charles al adivinar los afectos que el joven comenzaba a sentir por su hija. Considerando al hombre un muchacho honrado, heredero de una propiedad que sin duda le daría cierto desahogo y suficientemente inocente y tímido como para poder ejercer una autoridad paternal sobre él, en seguida concluyó que se trataba de un muy buen partido para su pequeña. Así pues, los encuentros “accidentales” ente los jóvenes comenzaron a sucederse, con una precisión de reloj suizo.
Cuando Charles, en 1908, se acercara al padre Humbert para pedirle formalmente la mano de su hija, no tuvo que decirle ni una palabra. El párroco se le adelantó y, con una sonrisa beatífica, bendijo la unión y ofició la discretísima ceremonia.
Los Humbert, aunque familia respetada por el papel central del pastor, no era particularmente numerosa. Nadie pudo venir por la parte del novio.
La felicidad de los Lindstörm parecía sacada de un cuento moderno. Él, con su trabajo honrado y sacrificado, ella cursando los estudios para convertirse en maestra, viviendo en una casa mucho más modesta y cálida. Con la tranquilidad de la figura del pastor local y del colchón que la ventajosa venta de las propiedades del viejo Johnatan les había garantizado.
Tanta felicidad sólo podía culminarse con un hijo y, en la primavera de 1911, Lisa quedaba embarazada.
El niño nacería muerto.
Sería sólo el primero.
Sólo el espíritu tranquilo de la pareja, su apoyo constante y el amor que se profesaban pudieron evitar que aquella maldición rompiera el matrimonio. Cuatro abortos en un plazo de diez años, hasta el punto que los médicos ya habían desaconsejado muy seriamente seguir intentándolo.
Tras el amargo trago, la pareja decidió conformarse. Dios, les decía el padre Humbert, les había dado el uno al otro, y aunque estaba seguro de que serían unos padres magníficos, Él parecía tener otros planes para ellos.
En 1925, ese plan se haría realidad.
“Mi pequeño milagro”, lo llamaría siempre su madre. Un hijo inesperado a una edad que, en aquella época, no era ya esperable tener hijos. Lisa contaba 35 años y su embarazo fue considerado de alto riesgo, por los antecedentes y por la edad tardía. En contra de todo pronóstico, se produjo sin ninguna complicación.
“Mi pequeño milagro”, repetía la madre mientras acunaba la pequeña cría desnuda aún de pelaje. Un niño nacido con la sombra de cuatro hermanos muertos a sus espaldas. “Se llamará Johnatan, como mi padre” dijo Charles. Y recibió así la sombra de un abuelo transformado en leyenda como manto a llevar para toda su vida.
Johnatan Lindstörm mostró desde muy pequeño una actitud sorprendente para las matemáticas. Ignorante de la verdad, cada nuevo éxito matemático de su hijo (notas excelentes, concursos de cálculo y menciones de sus profesores) era celebrado por Charles con la misma frase. “Igualito que su abuelo”. Y justo después sonreía con orgullo de ver que aquel pequeño milagro había heredado la grandeza a la que él no se había atrevido a aspirar.
Poco podía saber él que el genio matemático de Johnatan le acercaba mucho más a Thomas, su bisabuelo, al que se parecía hasta en los gestos que realizaba.
Poco a poco, la humilde vivienda de los Lindstörm se fue rodeando de otras familias humildes, familias de inmigrantes de todos los pelajes. El pequeño armiño se sintió desde siempre desplazado por sus vecinos y compañeros de la escuela. Su miopía y su físico lo alejaban de los deportes. Su habilidad con las matemáticas lo volvía particularmente impopular. El progresivo sentimiento de prepotencia que había saltado cuatro generaciones coronaba una forma de ser que le transformaba en frecuente blanco de burlas de sus compañeros.
Para cuando estalló la guerra, el joven contaba ya catorce años. Durante un tiempo, la propaganda militar y los sueños de gloria le atraían, pero su miopía fue un impedimento para el reclutamiento y desde ese rechazo cultivó el desprecio por los estamentos militares que le habían negado su sueño de gloria.
Poco después otro sueño vendría a sustituir al ejército. Sus aptitudes matemáticas no habían pasado desapercibidas a cierta profesora de origen danés, que sentía mucho afecto por aquel roedor de apellido nórdico, y había solicitado en su nombre una beca para la prestigiosa Chicago Booth School of Business. La beca fue aceptada, para henchir aún más el orgullo de su padre y abrirle una puerta lejos de aquel barrio, cada vez más deprimido y excluyente para Johnatan.
Johnatan recordaría siempre el invierno de 1939 como la mejor época de su vida. Hasta ese momento, el joven no había dado mayor importancia al hecho de que su pelaje se teñía de blanco en invierno. Pero ese color de pelaje no había pasado desapercibido para Edward Fletcher, estudiante un año por encima suya, y líder indiscutible de una hermandad del campus universitario.
Edward, un zorro de las nieves, se acercó a Johnatan casi al principio del año escolar. Cínico y escarmentado por las bromas constantes de su entorno, al principio el armiño estuvo receloso. Pero junto a Edward venía Viola, su hermana pequeña.
“Ey, Lindstörm, porque ese es tu apellido, ¿no?”
En aquella ocasión no lo percibió, pero mucho tiempo después aquello se hizo evidente, y la evidencia contaminó todo recuerdo de la relación con los hermanos Fletcher. Cada vez que Edward pronunciaba su apellido sueco, parecía como si la boca se le llenase de orgullo.
“Escucha, Lindstörm, me han dicho que eres increíble con los números. ¿Es eso cierto?”
Para los Fletcher, nada de lo que pasaba en el campus era un secreto. Pero aquello era simplemente una evidencia: la habilidad con las matemáticas del armiño era tan conocida en el poco tiempo que llevaba allí como el color de la piedra del edificio principal.
“Mira, mi hermana Viola está en tu curso” (y aquello ya era un detalle sorprendente, pues si bien algunas mujeres estaban tomando puestos universitarios desde hacía unas décadas, la escuela de comercio no solía ser un destino sencillo), “y necesitaría que alguien le ayudase con las matemáticas”.
Sólo entonces Viola se hizo visible detrás de su hermano. Delicada, como un copo de nieve que permanece en equilibrio. La misma insolencia que muestra ese pequeño cristal, manteniéndose en pie a pesar de que la razón y la matemática dicen lo contrario, emanaba Viola con la forma en la que le caían los párpados de larguísimas pestañas, en la que dejaba que sus formas fueran visibles a pesar del casto corte del chaleco gris, en la que sus labios apenas pintados sonreían quedamente.
El corazón del armiño se aceleró, absolutamente desarmado por la sonrisa de la menor de los Fletcher.
“Además, en nuestra hermandad tenemos demasiado músculo. Quizás falta algo de cabeza, ¿no crees, Viola?”
Y Viola no respondió, porque nunca respondía a las preguntas retóricas de su hermano, sólo alzaba ligeramente una ceja y ensanchaba su sonrisa unos instantes, dejando ver por un momento unos colmillos tan blancos y hermosos como afilados.
Así fue admitido el joven Lindstörm en una hermandad donde todos los animales tenían una característica común. Eran animales invernales. Dos gemelos osos polares, que habían entrado en la escuela a través de una beca deportiva de rugby, una tigresa blanca que despreciaba a todo el mundo y leía a Schopenhauer de forma obsesiva, una coqueta paloma que salía con uno de los osos polares (y que Johnatan sospechaba que se acostaba con ambos) y los hermanos Fletcher.
Todos tenían el pelaje (o las plumas) de un blanco brillante, casi invisibles durante la primera nevada. Tenían un nombre de letras griegas, como era costumbre en el campus, pero entre ellos se hacían llamar “El Club Ártico”.
Después de las fiestas del Año Nuevo, y tras pasar muchas horas ayudando a Viola con sus ejercicios de cálculos, el hermano de ésta le invitó a su rito de iniciación.
“Mira, Lindstörm, otras hermandades deciden torturar a sus miembros más jóvenes. Hacerles pasar por ritos imbéciles e incluso peligrosos”.
“Dicen que los Tau Gamma Gamma hacen saltar a sus novatos del tejado de su sede, los muy idiotas” añadió uno de los osos, pero Johnatan no podía distinguirlos.
“Nosotros, Lindstörm, creemos que debemos protegernos entre nosotros. Debemos estar unidos.”
El armiño no preguntó contra quién porque en ese tiempo ya se había dado cuenta. Perros, gatos, ratones. Marrones, negros, anaranjados. Todos miraban al Club con desprecio, con envidia. Los profesores tenían en alta estima a los Fletcher y a la gente que los rodeaba, y si la habilidad de Johnatan con la matemática fue una magnífica primera impresión, el grupo de personas con las que había trabado amistad fue lo necesario para que sus notas y su reconocimiento despegaran.
En el dosier de Johnatan Lindstörm de ese primer año en la escuela de negocios quedó una nota unánime del profesorado como “Estudiante más prometedor de la escuela”.
Y los demás lo envidiaban. Los demás deseaban formar parte de aquella elite.
Deseaban estar cerca de Viola Fletcher.
Tan cerca como él, que cuando ella se agachaba descuidada sobre las filas de números que estudiaban juntos, dejaba que sus cabellos de un rubio casi blanco rozaran su zarpa y le embriagaran con su perfume caro y ostentoso.
Unidos contra los que son diferentes.
El rito se llevó a cabo sin mayor problema. Johnatan no dudó un solo instante.
Nunca se depuraron responsabilidades. El caso se archivó como lo que era, una novatada.
Aunque uno de los pingüinos que la sufrió hubiera tenido que ser hospitalizado durante tres semanas con quemaduras de tercer grado en el hombro y en la espalda.
Johnatan jamás se arrepintió.
El verano de 1940 sería el despertar del sueño. El principio del fin.
Como cada año, los Fletcher iban a partir a la casa de vacaciones de la familia, en la región de los Grandes Lagos, para pasar allí el verano. Johnatan, por su parte, iba a volver a casa de sus padres. Si la beca le había concedido alojamiento y matrícula, y sus buenas notas aseguraban el año siguiente, tenía que pasar el verano trabajando para poder ahorrar lo suficiente como para poder seguir el ritmo del resto del Club.
Justo antes de separarse, cuando la primavera estaba empezando, Viola Fletcher se acercó a Johnatan.
“¿Sabes? Mis padres están muy agradecidos con todo lo que me has ayudado. Estarían encantados de que vinieras con nosotros.”
Por un instante no existió absolutamente nada en el mundo de Johnatan, solamente una imagen. Viola Fletcher y él compartiendo casa durante un verano entero. Ella tumbada lánguidamente, con un ajustado traje de baño de una pieza, con aquellas piernas al fin libres de la tiranía de faldas grises. Su hermano y él sumergidos en la piscina, con sendos cócteles en cada mano, discutiendo de política o de filosofía o de deportes. Una imagen del Paraíso. Ella se sumerge en la piscina lentamente, se les acerca sin prestarles atención y, en el último instante, les riega con sus chapoteos mientras ríe y se burla de ellos por su aburrida cháchara. Su hermano se enfada y se va a por otro cóctel, el suyo se ha llenado de agua de la piscina. Ellos permanecen juntos en el agua. Viola y él. Sus pelajes flotando a su alrededor.
Y entonces lo recordó. Su pelaje se iba a volver marrón en pocas semanas.
Marrón sucio, marrón indigno.
Marrón.
Nunca recordaría las palabras que murmuró en aquel instante, una especie de disculpa con notas de gratitud. Él no las escuchó, en sus oídos palpitaban los latidos apresurados de su corazón, como martillazos ahogados o embates del mar, mientras toda su vista se oscurecía conforme huía de allí tan deprisa como pudo.
Ella quedó atrás, confundida. Nunca nadie le había negado nada a Viola Fletcher. Por primera vez en su acomodada vida, ella descubrió lo que era la frustración.
El verano llegó, y cada día le esperaba lo mismo a Johnatan. Una cita con el espejo, donde su rostro cubierto de pelaje marrón le devolvía una mirada débil y asustadiza. Antes de que amaneciera, ya salía para su primer trabajo, repartiendo pan en una maltrecha furgoneta. Después, cuando el sol empezaba a estar alto, iba a un lavado de coche a pasar la tarde, y finalmente pasaba las últimas horas del día cubriendo turnos de un botones que le pagaba una miseria por hacer su trabajo mientras se quedaba vagueando y mirando revistas pornográficas. Los fines de semana limpiaba las colillas de un autocine, y los domingos por la mañana cortaba el césped de la parroquia donde su abuelo ya no ejercía.
Un día, mientras limpiaba un deportivo particularmente llamativo, su mirada se cruzó con la del cliente. Este lo miró extrañado, con el ceño fruncido. Sin las gafas, con el pelaje marrón y sucio como estaba, no podía haberlo reconocido, ¿verdad?
El oso polar intentó agachar la cabeza para mirar mejor a través del parabrisas, pero Johnatan lanzó un cubo de agua al cristal y antes de que el otro se diera cuenta se había escurrido lejos de allí.
El mes y medio que quedaba de vacaciones fue una tortura para Johnatan. Pasaba los días trabajando, completamente desconectado, cual autómata que se dedica a realizar su tarea con la mirada perdida y sin decir una palabra. Pasaba poco tiempo en casa, y ese tiempo lo pasaba encerrado en su habitación, sin apenas comer ni dormir.
Charles intentó hablar con su hijo, decirle que no tenía que preocuparse tanto por el dinero. Que ya estaban muy orgullosos de él por todo lo que había conseguido y que todo el dinero del mundo no compensaba destrozar así su salud.
Johnatan no le contestó, se volvió y se cubrió en parte con la almohada.
¿Le había reconocido?
Por supuesto que le había reconocido.
Era imposible, la última vez que se habían visto todavía estaba cubierto de pelaje invernal.
¿Y eso qué cambiaba? Ya había visto su expresión, lo había reconocido.
Bueno, ¿y qué?
Pues que ya podía despedirse del Club.
De los privilegios.
De Viola.
¿Eso era todo? Ya se había despedido de Viola. ¿Acaso no se había dado cuenta antes? ¿Qué pensaba, permanecer toda la vida viviendo una mentira?
Un amor de invierno.
Desaparecer en verano.
Esperar a que ese pelaje vergonzoso cambiase por el blanco puro y luego volver con ella. Qué vida más lógica.
No. Sí.
¿Y Edward?
“Lindstörm” diría, y podía imaginar cómo la admiración con la que comenzaría la frase se trocaba en desprecio. “Me han dicho que has estado muy ocupado este verano...”
Recordaba lo que le hicieron a los pingüinos por tener esa repugnante mezcla de negro y blanco.
¿Qué podía esperarle a él, que había disfrutado de tanta atención, de tantos privilegios, de tanta ayuda, sin ser digno?
Sólo una cosa: venganza.
Y esa línea de pensamiento, retorcida, circular, encerraba su mente durante horas y horas, hasta que la fatiga lo encontraba acurrucado en el colchón y el despertador le arrancaba de un sueño ligero y lleno de pesadillas.
Tomó una resolución: no podía volver a la escuela. Tendría que abandonar su sueño. No podía arriesgarse a sufrir las consecuencias de aquella vergüenza que, debía admitirlo ahora, había estado ocultando incluso a sí mismo durante el invierno.
No podía arriesgarse a ver el rostro de Viola, una vez supiera la verdad.
Ahora que sabía la verdad.
El oso había telefoneado a Edward, estaba seguro. Ya estaban todos enterados. Si supieran dónde vivía, ya estarían planeando su venganza.
No. No podía volver.
Pero tampoco podía decírselo a sus padres. “Míralo, tan trabajador y emprendedor como su abuelo. ¡Qué bien hicimos en ponerte su nombre! ¡Estás honrando su memoria, hijo!”
Tendría que mantenerlo en secreto.
La vida de Johnatan Lindstörm desde 1940 hasta 1944 fue una mentira frenética y escindida en dos.
Durante los veranos volvía a casa de sus padres, esquivando sus preguntas y mintiéndoles acerca de sus resultados escolares. Se replegaba en sí mismo, evitaba mirarse en los espejos y consumía su esfuerzo y su energía trabajando duro y durmiendo poco.
Los inviernos, a escondidas de sus padres, alquilaba una habitación en Chicago y, aprovechando sus dotes para las matemáticas, estiraba todo lo que podía el dinero ganado en verano.
Enardecido por el color de su pelaje, sintiéndose libre de cualquier atadura, pasaba las noches en los bares, los días invirtiendo el dinero para conseguir más, no siempre en cosas legales. Durante esa época tuvo unas pocas amantes, de pago o no. La más recurrente era Lola, una jineta de origen mexicano a la que trataba con una mezcla de desprecio y prepotencia. Ella lo toleraba, se decía, por los regalos que él le daba y los lugares caros a los que la llevaba a cenar. En realidad le fascinaba la seguridad en sí mismo del armiño y esa sensación de poder que parecía tener cuando su pelaje estaba blanco. Él, nunca se daría cuenta, estaba fascinado y horrorizado al mismo tiempo por la brillante cola de anillos blancos y negros de la felina, que despertaba en él una mezcla explosiva de sentimientos colimados en un deseo sexual violento.
Fue la única persona de aquella época que vio a Johnatan quebrarse, y por eso mismo dejó de frecuentarla, pues desde aquel día el respeto y el deseo que había visto en aquellos ojos oscuros se transformaron en compasión, acabando con aquella forma de desearla.
Ocurriría en diciembre de 1944, poco antes de Año Nuevo. Johnatan y Lola se encontraban en el apartamento de él, desnudos. Él fumaba, ignorándola. Ella miraba el cielo a través de la ventana. En ese instante, el teléfono sonó.
“Hijo mío, por fin te encuentro”
Era su madre.
“Dime” respondió el, seco.
“Es tu padre, está en el hospital. Yo... estoy asustada, Johnatan. Los médicos no quieren decirme nada.”
La sonrisa bondadosa de su padre, las palabras de aliento y apoyo, el orgullo que mostraba cada vez que veía a su hijo ser el vivo retrato del abuelo jamás conocido, cayeron sobre los hombros de Johnatan de golpe. Una lágrima se le escapó. La limpió tan rápido como pudo. No lo suficiente como para que Lola no lo viera.
Los días siguientes fueron dinamitando la entereza de Johnatan. Su padre, que llevaba un tiempo tosiendo sin darle importancia, había tenido un acceso de tos que le había hecho sangrar. Durante varios días, estuvo ingresado en el hospital, buscando el origen del sangrado.
El diagnóstico era funesto. Cáncer.
Un mesotelioma. Un tipo de cáncer de pulmón...

domingo, 18 de septiembre de 2016

Soneto para Alas Marchitas



El día que encontré mi hada, ya estaba muerta:

su cuerpecito seco, una cáscara vacía.

Sus alas eran pétalos de rosa tardía,

su forma de niña descansaba helada, yerta.

Con mi pulgar acaricié su mejilla fría,

rojo dolor se derramó de un cristal hiriente:

antigua lágrima helada en un rostro inocente

cortando la carne de quien ya nada sentía.

Acerqué mis temblorosos labios a su frente,

beso de adiós para aquella que no conocí,

pero en vez de mis labios se encontró con mis dientes.

Llenó mi boca el regusto de lo que perdí,

y no obstante la devoré con frunción demente,

buscando aquel amor que jamás estuvo allí.

jueves, 18 de agosto de 2016

¿Es Stranger Things lo mejor que se ha hecho?

No

Stranger Things, la serie de moda de Netflix. No es lo mejor que se ha hecho.

Evidentemente.

Sus temas son clásicos (la familia y la amistad) y aunque estén bien tratados, los hemos visto mejor tratados.
Su argumento es interesante, pero poco original. Los personajes son prácticamente estereotipos. Y el desarrollo de la trama es predecible desde el minuto uno.

No, no es lo mejor que se ha hecho nunca. No es la mejor serie que se ha hecho ni la mejor que he visto este año.

¿Necesita Stranger Things ser lo mejor que se ha hecho?

Ah, hete aquí la verdadera pregunta.

Internet es el boca-oído más grande que la humanidad ha conocido. Una fuente de reverberación de opiniones. La viralización del gusto.

Las grandes empresas lo han visto claro y han usado, usan y usarán internet como plataforma de despegue.
Todo el mundo quiere que le ocurra un "Stranger Things".
Yo quiero que me ocurra un "Stranger Things", y de repente mis historias estén en la boca de todos y aparezcan memes sobre mis personajes y en un tiempo record se fabrique una cultura y jerga interna.
Demogorgón, y ya sabe uno a qué se refiere. Desdentao, y una risotada recorre el anfiteatro.
Con razón Netflix ha confirmado que va a hacer una segunda temporada.

Este fenómeno tiene explicaciones bastante claras que otros ya han comentado antes que yo. Principalmente apelar a la nostalgia ochentera de una forma muy inteligente.

Veremos si la fórmula aguanta una segunda temporada.

El efecto secundario de estos fenómenos se llama expectativas, aunque tengáis la mala costumbre de llamarlo "hype".
Los espectadores se acercan a esta serie con expectativas.

Y si se cumplen, se transforman en los siguientes eslabones de la cadena, recomendando desde sus muros y sus líneas de trinos y sus blogs y sus canales de Youtube.
Y si no se cumplen, se visten con el manto del hater y son excluidos de la comunidad, condenados a vivir en el Yermo del Odio, estéril y sin vida.

Pero esa exageración con fines humorísticos, ese proceso que es resultante de cualquier fenómeno de este tipo, es ajeno al producto en sí.
A las intenciones del producto. A la base con la que es construido.

"Stranger Things" no necesita ser lo mejor que se ha hecho. Nunca ha querido serlo y el que ahora vuele impulsado por la ola del fanatismo no cambia ese hecho.
"Stranger Things" quiere ser un homenaje, apelar a la nostalgia y contar una historia "como las de antes". Visto queda que lo de apelar a la nostalgia ha funcionado de cojones.
El resto, si ha conseguido contar una historia "como las de antes" y ser un buen homenaje a lo que quiere homenajear, es lo que debería permitirnos juzgarla.

El homenaje, la referencia, el plagio

No es fácil establecer el límite entre estos tres fenómenos. 

Mi amigo Max es un plagio de ET, Super 8 es un homenaje. ¿Qué les diferencia? Donde una fusila la historia original sin pudor, la otra aporta cosas nuevas que no contenía la historia original. Una acaba convirtiéndose en un cascarón vacío que el incauto puede confundir con la obra, mero espejismo. El segundo tiene una sustancia distinta, una enjundia.

¿Qué es "Stranger Things"? En mi opinión, y creo que no estoy muy equivocado, es un homenaje de tres obras básicas y del estilo de un escritor.
Y todo el mundo lo ha dicho ya. Hasta el famoso escritor.
Así que por qué no decirlo yo.
"Stranger Things" homenajea a Poltergeist, a los Goonies y a E.T., con elementos narrativos propios de Stephen King.

Por lo tanto, no es original. Sus planteamientos no nos dan nada que no hayamos visto antes.
¿No es un plagio? Bien, desde el minuto uno deja bien claro sus referentes, los nombra incluso, y los mezcla de forma que nos da un resultado uniforme.
Y además aporta algún detalle de cosecha propia, destacando el juego con las expectativas del espectador.
No es original, pero es interesante.

Las historias de antes

Las historias antiguas siempre son mejores. Porque las escuchamos las primeras.

Cada vez que se cuenta una historia, ésta toma una nueva forma en la boca del cuentacuentos, pero toma mil en los oídos de los espectadores.
Esa forma nueva vive latente en el espectador, que al escucharla de nuevo, contada de otra forma, dirá "No, no es así la historia." Porque no será su historia, esa que escuchó de niño. En cambio, cuando la oiga de nuevo contada como la primera vez, volverá a ser ese niño, volverá a vivir la emoción del descubrimiento.

"Stranger Things" nos intenta contar una historia como aquellas que escuchamos cuando fuimos niños, sobre todo mi generación y la justo anterior a la mía. Intenta volvernos a llevar a ese momento, en el que, con ojos como platos, descubrimos las aventuras.

Nota al margen, yo no fui niño de Goonies y E.T. Yo fui niño de La Princesa Prometida, Willow y Dentro del Laberinto. Sólo como información gratuita.

¿Qué hace la serie para devolvernos a esa época? Para empezar, ambientarse en ella. Recordar las canciones, las películas y los juegos de ese tiempo. Recuperar a los protagonistas de esa época: el grupo de niños que resuelve un misterio al margen de los adultos.
"Los Cinco", "Los Goonies", los amigos que viven aventuras juntos y que tienen una mirada limpia que les permite ver cosas que para los adultos no son visibles.
Nos pone en la piel de esos niños.

Pero decide hacer algo más...

Los adultos

En las historias de los ochenta, y por qué no decirlo también en las que vinieron después, si los niños eran los protagonistas, los adultos servían exclusivamente de contrapunto idiota. No veían lo evidente porque en su mirada gris no existía la imaginación de un niño. Su incompetencia era extrapolable a la capacidad de los niños protagonistas. Y evidentemente nunca jamás creían lo que los protagonistas intentaban decir.

Spoilers a partir de este punto, pero las conclusiones están libres de ellos.

Stranger Things decide que sus adultos tomen comportamientos lógicos, añadiendo un sustrato nuevo. La madre coraje se da cuenta de que parece desquiciada, pero no se deja amedrentar. El policía borracho (y drogadicto) intenta resolver el caso de verdad, no se conforma con la solución sencilla, y su trasfondo explica su determinación. Los adolescentes salidos toman medidas para controlar su propio destino.
Hasta el imbécil de turno evoluciona y descubre ser menos imbécil de lo que parecía.

Son detalles, no sacan del todo a los personajes de su estereotipo, pero es ese toque de nuez moscada que sorprende en en puré de patatas.

Los niños

Como no puede ser de otra forma en esta época, los protagonistas son frikis e inadaptados, que juegan al rol y leen cómics.

Y aunque esto pueda parecer una forma sencilla de ganarse a una audiencia que, por regla general, va a viralizar tu contenido con más facilidad, creo firmemente que también hay una razón narrativa de peso.

El hecho de que los protagonistas sean niños frikis les permite comprender con mucha facilidad elementos fantásticos que van a ocurrir en la trama y que necesitan entender los primeros, y rápido, para que ésta transcurra a buen ritmo. Poderes psíquicos, mundos paralelos, portales interdimensionales y monstruos no son algo que les sea del todo ajeno.
Pueden extrapolar las situaciones a productos de la cultura popular que conocen y, por ello, entenderlo.

Y eso tiene un huevo de pascua dentro.
Pueden traducir conceptos al espectador ocasional.
Porque por muy extendido que esté el frikismo en los tiempos que corren, si un espectador ocasional escucha "telequinesis" no es lo mismo que decir "es como Yoda" o "es como un X-men".

Lo que nos lleva al siguiente punto.

El momento

Cuando era niño soñaba con ver una película en condiciones de los X-men o de Spiderman. Ver a Lobezno realmente abriéndose paso a garrazo limpio mientras Tormenta invoca un rayo y Jean Grey lanza coches contra sus enemigos. Ver a Octopus cogiendo a Spidey y revoleándolo contra un edificio.
No me lo dieron de niño. Pero me lo dieron de adolescente/post-adolescente. Lo que tampoco está tan mal.
Cuando empezaron a salir películas de superhéroes, eran un acontecimiento.
Había que aprovechar la locura de los estudios antes de que dejaran de hacer cine "para frikis".
Este año vamos a acabar con seis superproducciones de superhéores. Incluidas dos con varios personajes de primera fila haciendo crossovers. Una para mayores de 18 años. Una protagonizada por villanos.
No voy a entrar en la calidad o fidelidad o todo eso. Sólo quiero dejar claro que vivimos en el momento en el que lo que hace un rato se consideraba friki e incomprensible, hoy es cultura de masas.

"Stranger Things" lo sabe, lo usa. Sabe que las referencias que usa, que en su momento fueron importantes, hoy son de culto. Cuando aparece "La Cosa" en una televisión, cuando la madre habla de "Poltergeist" o cuando los niños tratan con referencia un cómic de X-men todo espectador, casual o friki, joven o adulto, puede entenderlo.
Y si no, seguro que ya hay por ahí quice mil artículos titulados "Las referencias de Stranger Things, no te pierdas un detalle".

Es la era de la información, de los huevos de pascua, de los frikis. La serie lo sabe, y lo utiliza.

Y lo utiliza bien.

Todo eso está muy bien, pero entonces ¿te ha gustado o no?

A mí me ha gustado un montón. La he disfrutado, he vuelto a ser niño, he captado los huevos de pascua y me la he ventilado en tiempo récord.

Vamos, lo que tiene que ser: una serie que me ha entretenido un montón mientras la veía, que me hacía querer seguir viéndola y que me ha movido a escribir este artículo insoportablemente largo.

Conclusiones

En ocasiones un producto puede verse afectado negativamente por su fama.
Puede fabricar expectativas excesivas o parecer algo que no es.

Esta serie es una buena serie. Los actores están bien, los actores niños están muy bien, Wynona Ryder un tanto excesiva a veces, pero vale. La historia es típica pero nunca lo oculta y se hace disfrutable por ser típica.
Porque desde siempre nos ha gustado sentarnos alrededor de la hoguera y escuchar las mismas historias. Nos reconforta.

Puede gustarte o no. Puedes entrar en su juego nostálgico o que te saque de la serie. Puedes adorar a sus personajes o que te den un poco igual.

Puedes sentir lo que sientas, no todos somos iguales.

A mí me ha gustado mucho y he entrado fácilmente en su juego.

Stranger Things no es lo mejor que se ha hecho. Es lo que siempre se ha hecho con un puntito nuevo.
Un rico puré de patatas con un sorprendente toque de nuez moscada.

Disfrutadla como lo que es y que os dejen dormir.

lunes, 15 de agosto de 2016

Mis Youtubers favoritos

Youtuber es un término espantoso. Me parece muy bien a quien le guste y quien se sienta identificado por él.

Pero es un término espantoso. Implica que tu ocupación es Youtube. Que tu vida gira en torno a Youtube.

No es cierto para la mayoría de personas (auto)consideradas Youtubers, lo sé. Pero produce esa sensación.

Será quizás parte de mi inquina contra las etiquetas, formatos sencillos para encasillar a la población en compartimentos estancos, clasificados en una estantería, en el lugar más tranquilo de nuestra zona de confort.
Nadie es sólo una cosa, ni siquiera aquellos que parecen realmente ser sólo una cosa. Llamar a alguien "Youtuber" es encasillarlo, limitarlo, encerrarlo para tu conveniencia.
Encasillarte, limitarte, encerrarte.

Una vez dejado claro esto, este artículo intenta recopilar a las personas que suben vídeos regularmente a Youtube (que por facilidad y familiaridad voy a tener que llamar Youtuber, muy a pesar mío) que más me gustan, más sigo. Los que son "must see".

También hablar de ellos: por qué los sigo.

Con enlaces a sus canales, para su vergüenza, escarnio y publicidad gratuita.

Lou



Loulogio me gustaba antes de saber que me gustaba. Lo conocí, como la mayoría de la gente, a través de sus maravillosos doblajes de Telemierda Entertaiment (que aún hoy, a pesar del tiempo y las repeticiones, me hacen reír hasta que me duele el diafragma), y luego seguí en su etapa "Café con Lou" antes de saber que uno podía suscribirse a un canal de Youtube y no tenía que buscar cada vez que quería comprobar si había algo nuevo de un canal que te gustaba.

Hay muy poco que pueda decir de Lou que no se sepa ya. Es un humorista con una vis cómica maravillosa. Tiene el Don de hacer reír, de calcular de forma natural los tempos y de soltar el gag preciso.

Además, me ha permitido conocer a Outconsumer, otro Youtuber (arg, me produce dolor cada vez que escribo esa palabra, leches) con el que ha hecho las únicas series de Gameplays que sigo con devoción verdadera. La sensación de "wenahente" que me produce Rock (el nombre real de Outconsumer) y la química, la amistad que desprende Outlogio, y cómo lo comparten en sus vídeos, es algo muy genial.

SeguiD a este/os señor(es), con el Ascua puesta, porque es/son un(os) jrande(s).

Vanfunfun



A este señor lo conocí hace mucho tiempo. Es más, hemos compartido mesa de tetería y he escuchado en vivo alguno de sus cuentos.
Posiblemente él no me recuerde. O sí, quién sabe.

Veterano de Youtube, sus vídeos tienen una magia especial. Los conocimientos de un sabio transmitidos con una mezcla de candor infantil y pudor preadolescente. Sus montajes improvisados dan una sensación de cinema verité de vídeos de primera tan cercanos y tan divertidos que uno no tiene más remedio que rendirse a ellos.

Si no habéis visto su vídeo del habla de Málaga, malandrines, id corriendo a verlo.

Dayoscript



El filósofo del entretenimiento digital. Gran pensador y baluarte del arte del videojuego. Crítico y criticón, sus reseñas de videojuegos atacan los puntos débiles como si un pequeño mocoso atacando colosos se tratara: se aferra a los asideros, lucha por mantenerse a pesar de los embates del gigante, encuentra dónde puede hacer más daño y clava ahí su pluma certera, más poderosa que cualquier espada.

Dicen que, si en las noches de luna llena, dices "Disonancia Ludonarrativa" tres veces delante del espejo, él se aparece. Nadie sabe si es cierto, por ahora todos los que lo han intentado han acabado en urgencias con esguince de lengua.

Bukku qui



Dúo dinámico con voz femenina (la mayor parte de las veces), cara amable de la crítica artística del videojuego. Si Dayo se enfrenta a una crítica con escudo, espada y armadura, Bukku qui se visten con una túnica de viaje y se deslizan suavemente por los pros, saltan sobre los agujeros de guión para hacerlos ver y entran profundamente en los valles temáticos, donde observan extasiados los pilares referenciales de la creación.

Si eso no fuera suficiente, con su mirada feminista observa. Detecta los detritus de machismo que siguen mancillando cada creación, pero también detecta aquellos brillos, aquellas intenciones de pluraridad, el buen hacer y la buena intención.
Terriblemente positivo, un vídeo de Bukku qui es un momento zen disfrutando de una reseña certera y bien argumentada.

Aracne Phobia



Durante mi adolescencia, el rollo Miércoles Adams, el rollo gótico y oscuro, el rollo vampiros, zombies y brujería, lo Ojscuro, vamos, me atraía como la luz a una polilla.
Sólo hay que ver el nick que heredé de esa época y que sigo llevando.

Ahora mis gustos son distintos. Sigo adorando el terror y lo oscuro como género o trasfondo (de hecho podría considerárseme escritorzuelo del género, teniendo en cuenta qué y dónde he publicado), pero su estética en el modo "Tribu Urbana" me produce ahora una sensación de "Ainsss, niños..." gira la cabeza, sonríe con suficiencia, sigue a otra cosa.

Con Aracne hago la excepción.
Los maravillosos guiones que le escriben sus monos encadenados, los montajes locos de sus vídeos llenos de energía, el diseño del personaje (perdón, quiero decir del ser real, no me vaya a visitar alguien esta noche con ganas de quitarme cachos de intestino, que los necesito para digerir), y lo interesantes que son las reseñas de cine de terror que hace (cuando las hace) me hacen no sólo obviar esa estética, sino incluso apreciarla.

Créanme que a estas alturas de la película no es poco mérito.

Leyendas y Videojuegos



El canal que me descubrió lo que era un canal. Lo que era que te guste un vídeo de una persona y meterse en su página a ver qué otras cosas había subido.

Eric Deleyendas Yvideojuegos (siempre se presenta así, por lo tanto he supuesto que esos eran su nombre y apellidos) transmite muy bien. Los montajes de sus vídeos son una delicia y su manera de contarnos las leyendas detrás de los videojuegos, de dónde se basan, qué tienen de verdad, es absolutamente magnífica.

Todavía de vez en cuando vuelvo a ver algunos de los más antiguos y se disfrutan como la primera vez.

LynxReviewer



Tres canales tiene este señor. Tres.
Maldita sea.
Y los sigo todos.
Con un estilo propio, tanto en los gameplays como en los podcasts, su forma atropellada de hablar, su manera de meter palabros de elevada extracción hasta en la situación más banal y su buena argumentación de sus opiniones (incluso aquellas con las que no estoy de acuerdo), hicieron que me cayera bien.
Lo que me hace seguirle son esos magníficos vídeos en los que coge un producto y lo disecciona, intentando buscar aquello que no se ha dicho ya. La otra forma de mirarlo.
Es el ingeniero que destaba las entrañas de la bestia para ver de qué tuerca flojea.

Además, gracias al buen hacer de Kumo, el arte de sus canales tiene un estilo propio e inconfundible en un ejercicio perfecto de branding, por el que deberá estar eternamente agradecido a la citada Kumo.

Particularmente interesantes son el vídeo de Digimon (la serie) y el en el que explica la diferencia entre un Deus Ex Machina y un Fiat, de lo más educativo que he visto sobre el tema.

Quetzal



El gato poeta. Si sus vídeos no son estudiados en el futuro en las clases de Historia del Arte, mal andará la humanidad.
Si no es un poema de su excelsa pluma, narrará un clásico con esa voz de aguardiente que tanto le caracteriza.

Y al final de la omilía que son sus reseñas, cerraremos el rezo con un sonoro "Fuck Konami".



El extranjero

Hombre, también sigo canales extranjeros. Sobre todo el Nostalgia Critic, Skallagrim, Schola Gladiatora, Shadiversity y JacquelinDeleon.
Pero eso es otra historia.

Llena de espadas.



Espero que alguna de estas recomendaciones te sirva para entrar en los oscuros fondos de Youtube, un lugar tan peligroso como la Deep Web pero totalmente legal.
Un saludo, y que os dejen dormir.

domingo, 14 de agosto de 2016

Tiempo sin tiempo



Es una trinchera,
solo que no lo es.

Los músculos están tensos, pero no saben por qué.
Nadie se lo ha dicho. Nadie les dice nunca nada.
"Tensaros", y ellos se tensan,
sin saber por qué.
No sufráis por ellos, ellos no lo hacen.
Sólo se tensan, sin saber por qué.

El corazón late, a veces fuerte como al galope, a veces un trote ridículo.
Se avergüenza de su indecisión.
El preciso reloj ya no sabe qué hora es.
Toca carga, pero a medio camino se silencia.
No es el momento de cargar. El reloj ha dado mal la hora.

Sujetas el arma,
pero no hay arma alguna.
Y sin embargo tus dedos sienten la madera de la culata.
Y sin embargo tus dedos sienten el frío del cañón.
Un frío que será ardor. Que desea arder.
Hecho para arder.
Fuego que suelta esquirlas de hielo en vez de ascuas.

La respiración se agita, se detiene, reflexiona, se libera.
Las narinas tiemblan, las cejas se fruncen.
La garganta se seca, exprimida por la adrenalina.
Hasta la última gota.
El desierto viene a instalarse en la faringe.
Quieto, silencioso. Dunas que lanzan chispas a un cielo encapotado.

Notas cómo, sobre tu cabeza, la resaca tira de los electrones.
Arranca cada electrón pegado en la tierra, en el agua, en ti.
Se acumulan entre negros presagios.
Se frotan entre negros presagios.
Deseosos de una liberación atroz.

Es una trinchera,
solo que no puedes verla.

Está en tus entrañas.

Cavada profunda, húmeda y fría, llena de hedor a heces y miedo.
En su interior te encuentras.
Esperando la tormenta.
Asiendo tu arma.
Tensando tus músculos.

Es la terrible inmovilidad que precede a la batalla.
El tiempo vacío antes de que el tiempo estalle.
Y deseas que el estrepitoso rayo abrase la tierra y que las hordas bárbaras sacudan Roma,
y deseas hacer arder ese frío lancinante que te quema por dentro,
que quema el cañon de tu arma,
que quema la punta de tus dedos y el interior de tu cerebro.
Deseas que este tiempo se acabe y todo explote.

Y deseas que nunca ocurra, que no llegue el momento.
Que no tengas que batallar.

Pero no te haces esperanzas, la batalla va a llegar. Va a venir a por ti.
Tendrás que tensarte, y nadie te dirá por qué.
Sólo te tensarás. Y sonreirás demente.
Porque el tiempo será de nuevo tiempo.
El hielo arderá de nuevo.

Una vez más.
Una vez menos.