Terminó
los estudios de la Escuela de Princesas con aprobados bastante justos. Sus
padres vieron esto con cierta preocupación, en especial su madre que había
obtenido unas notas excelentes en casi todo.
Para la Princesa Hamburguesa, el
bordado era aburrido. El esperar en torres más aburrido aún, porque no le
dejaban llevarse un libro o una baraja de cartas, no. Como mucho podía dormir,
pero sin roncar y sosteniendo con las manos una flor de cristal (no tengo que
decir que esto último se dio por perdido tras la quinta flor rota en el suelo y
una llamada a los servicios de Curanderos de Urgencia).
Por no hablar de “técnicas de peinado orientadas a la escalada” (difícil si
acabas de pasar por una crisis de identidad y hace dos semanas te has cortado
el pelo a lo garçon), “confraternización
con los animalillos del bosque” (al parecer los jabalís de cien quilos no son
considerados “animalillos” y huir gritando mientras llevas cien quilos de
cochino armado con colmillos contra tus compañeras no es considerado
“confraternizar”), o “secuestros con estilo, cómo no perder la compostura ante
ogros y dragones” (por respeto a las familias de las víctimas, no detallaremos
el suceso conocido como “Momento Barbacoa”).
Al final, con un poco de benevolencia y dadas las buenas notas en las
asignaturas teóricas, obtuvo su Certificado de Princesa que le permitía ser
secuestrada y/o encerrada en torres, ser rescatada por príncipes y le daba
derecho a un Hada Madrina.
Fue
entonces cuando llegó la primera gran crisis en la casa de la Princesa
Hamburguesa. La Princesa Hamburguesa le dijo a sus padres que quería ir a la
Universidad.
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