–Oh –dijo–. Entonces estoy
muerto –añadió.
–Sí –le respondió la Muerte.
No le sorprendió demasiado. Hodge
llevaba una vida preparándose para este momento, el más glorioso de todos.
Morir en batalla. Miró a su espalda, pero ninguna gloria vio allí. Decenas de
cuerpos destrozados en la pequeña capilla, con extremidades arrancadas, los
torsos abiertos, las cabezas cortadas. Su propio cuerpo, magullado y herido,
tenía un tajo que recorría buena parte de su cabeza, sin duda la herida mortal.
Un escalofrío le recorrió cuando comprobó lo poco importante que era el color
de la quitina. Todos los cuerpos muertos eran iguales, ya fueran rojos o
negros. Comenzó a recordar sus últimas horas en la tierra.
Eran seis. Los comandaba
Hilldegard, del que se decía que era “la hormiga más valiente de la historia”,
y “el mayor cabrón parido por una reina”. En su lomo, de brillante escarlata,
destacaba una cicatriz profunda. Se rumoreaba que era el resultado del aguijón
de una avispa de fuego, las pinzas de un alacrán o incluso los guardias de la
reina de otro hormiguero. Iba a la cabeza del pelotón, escalando la pared más
rápido que el mismísimo demonio. El sargento Gollstand le seguía, marcando el
ritmo con su voz grave. Los últimos cuatro de la fila eran KIoot, que tenía las
mandíbulas más grandes que la cabeza; Trash, un joven granjero de pulgones, al
que todos consideraban un poco corto; Feeg, taciturno desde que una escaramuza
contra el enemigo le arrancase el ojo derecho; y el propio Hodge, el más joven
de la tropa, y, tal vez por ello, el más motivado a la idea de una dulce muerte
en batalla. Se dirigían a una grieta que los exploradores habían hallado entre
dos azulejos, que al parecer conduciría a las entrañas del territorio enemigo.
Hilldegard dio el alto y la tropa se detuvo. El avezado comandante miró hacia
el lejano suelo, y todos lo imitaron. Allá, en la lejanía, una fila negra
serpenteaba sobre el suelo de losas rojas. El enemigo. Hodge había participado
ya en dos o tres encontronazos con tropas de reconocimiento enemigas. Una de
ellas era una exploradora, solitaria, más preocupada en la búsqueda de comida
que en la batalla entre ambos bandos. No había compasión en la guerra, le
recordó Feeg mientras Hodge contemplaba los restos despedazados de la hormiga
negra. Excepto por el brillo azabache de su quitina, poca diferencia veía entre
su enemigo y él mismo. Pero Feeg escupió sobre el ojo muerto. Ya entonces su
rencor por la herida le había agriado el carácter, antaño chistoso.
Más allá del horizonte, un
grito de guerra inconfundible les llegó nítidamente. Miraron en esa dirección,
y observaron a su noble ejército, brillando en carmesí, cruzando la distancia
que les separaba de las filas enemigas. Cayeron sobre ellos ferozmente,
provocando que el enorme monstruo negro que era el hormiguero local se
revolviera contra ellos.
–Esos valientes están dando su
vida por darnos una oportunidad –dijo Hilldegard–. Honremos su memoria haciendo
que su sacrificio valga la pena.
Siguieron escalando, sin mediar
palabra, acelerando aún más la marcha forzada, hasta que finalmente alcanzaron
la grieta. Ante los filos agudos de la apertura se arremolinaron.
–Trash –dijo Hilldegard.
– ¡Señor! ¡Sí, señor!
–Adelante, Trash. Compruebe si
no hay enemigos.
– ¡Señor! ¡Sí, señor!
Trash penetró, con su abultado
cuerpo, en la pequeña grieta. Hodge tenía el corazón en un puño, bombeando con
fuerza su hemolinfa. Feeg tenía esa aparente calma que da la ira contenida.
Kloot hacía chasquear sus mandíbulas de impaciencia. Gollstand permanecía en
posición de firmes. Y Hilldegard no apartaba la vista del agujero. Un grito
ahogado alertó a la tropa, que como una sola hormiga se puso en posición de
alerta. Una cabeza negra salió de la apertura, pero pronto cayó al vacío,
separada del tórax.
–Camino despejado –dijo Trash
desde el interior.
Hilldegard asintió, y Gollstand
dio la orden de entrar. Al otro lado de la pared, tras un pequeño túnel de
barro rojo, los soldados se encontraron con los restos del enemigo, y una de
sus patas en la boca de Trash.
– ¡Suelte eso, soldado! –gritó
de repente Hilldegard.
Las mandíbulas del granjero se
abrieron de golpe, y la pata cayó con estrépito en el suelo.
–Señor, era… Señor, era el
enemigo, señor. Ya estaba muerto.
– ¡Soldado! ¿Tengo cara de
araña, soldado?
–No, señor… no…
– ¡Más fuerte, soldado!
– ¡Señor! ¡No, señor!
– ¿Está seguro, soldado?
– ¡Señor! ¡Sí, señor!
– ¿Es usted una araña, soldado?
– ¡Señor! ¡No, señor!
–Eso espero, soldado. Porque
odio las arañas. Sólo un monstruo como una araña se comería a sus congéneres,
soldado. Si viera una araña, la mataría con mis propias mandíbulas. Así que
espero, por su propio bien, que usted no sea una araña.
– ¡Señor! ¡Sí, señor!
El comandante se alejó, con
paso firme, a través de los entresijos de barro y cemento excavados por el
agua, los siglos y el enemigo.
– ¡Y eso va para todos! ¿Lo
habéis entendido, nenazas? –gritó Gollstand.
– ¡Señor, sí señor! –gritaron
al unísono.
Siguieron el camino del
comandante, a través del aire enrarecido y la humedad. Allí no llegaban los
sonidos de la guerra, pero sin duda se libraba una batalla épica.
–Mi hermano está ahí fuera
–dijo de repente Kloot.
– ¡Soldado! ¿Quién le ha dado
permiso para hablar? –rugió el sargento.
Pero Hilldegard asintió con la
cabeza, concediendo permiso a la tropa para hablar, y Gollstand acató el
mandato.
–Espero que mate muchas
negruzcas –dijo Feeg.
–Seguro que sí –respondió
Kloot–, tenemos las mismas mandíbulas que nuestro padre. Oh, maldito cabrón,
nuestro padre. Lo llamaban “Escarabajo”. Por las mandíbulas, sabéis.
– ¿Sois muchos? –preguntó
Hodge.
–No demasiados. Apenas unos
cinco mil. Bueno, muchos murieron ya,
claro. Los machos se han reproducido ya casi todos.
–Yo no reconocería a mis
hermanos –dijo Trash–. Desde que me destinaron a las granjas no he visto nada
más que pulgones y otros granjeros.
–A lo mejor nos hemos traído un
pulgón, y no un granjero –soltó Feeg, con más acritud que sorna.
– ¡No me insultes, tuerto!
Feeg no respondió con palabras,
sino con hechos. Colocó su cabeza bajo el vientre de Trash, lo volteó de un movimiento,
y colocó sus mandíbulas en la garganta del granjero.
–Escúchame, pulgón. Un ojo me
basta y me sobra para acabar con un pulgón como tú. ¿Vale?
–Soldado, guarde esa energía
para el enemigo –espetó Hilldegard.
–Señor, sí señor.
Escupió en la cara de Trash,
que era incapaz de responder, temblando sus patas de miedo. Se alejaron todos
del granjero, al que le costaba voltear su pesado cuerpo, cuando un grito les
alertó. Al volverse contemplaron con horror las patas largas y finas de una
araña, cayendo sobre el indefenso Trash, y llevándoselo antes de que pudieran
moverse.
–Ha recibido su recompensa. Su
dulce muerte. Nos espera la nuestra. ¡Adelante, soldados! –arengó el
comandante.
A ninguno se le escapó la
ironía de aquella muerte. Ni si quiera a Trash.
Hilldegard mandó silencio, y
todos obedecieron. Una voz apagada emergía del suelo. Por el acento, se trataba
de una hormiga negra. Por el tono, de un sermón. Habían encontrado el lugar.
Deslizándose lo mejor que les permitía el terreno, sin despertar ruido alguno,
se acercaron al origen de la voz. Encontraron una grieta en el cemento, y más
allá, una cámara excavada, donde se encontraba su objetivo. Dos docenas de
obreras, las más pequeñas, se encontraban custodiando un nutrido número de
larvas. A ninguno se le escapó lo parecidas que eran a sus propias primas
pequeñas. En una elevación de terreno, el sacerdote emitía su plegaria. Y
detrás de él el objetivo, el origen de la guerra. El Ojo de Dios. Lo que habían
ido a recuperar, a costa de sus propias vidas.
–Hermanos, debemos ser fuertes
–decía el sacerdote–. Esas rojas atacan nuestros cuerpos con sus mandíbulas.
Nuestros hermanos y primos luchan por salvar nuestra vida. Pero el Gran Dios
vela por nuestras almas. Por eso su ojo –hizo un ademán para apartarse, y
mostrar el objeto sagrado–, que nos fue concedido a nosotros, sus Escogidos,
tiene cuatro pupilas. Porque vigila a cada uno de sus hijos. Por eso es negro,
porque es una señal para nosotros. Por eso brilla, porque Él es calor, brillo y
luz para nosotros. Recemos.
Feeg, que llevaba todo el
sermón toqueteando la cuenca vacía de su ojo, saltó sin obedecer ninguna orden
hacia el centro de la sala.
– ¡Malditas! ¡Me llevaré ese
ojo a cambio del que me arrebatasteis!
Y sin decir más comenzó a
masacrar larvas. Sus mandíbulas se tiñeron de hemolinfa, y su ojo sano se tiñó
de furia homicida. Las obreras, tras el momento de confusión, se lanzaron a por
él.
–Maldito idiota –dijo
Hilldegard–. ¡Al ataque!
El círculo de obreras negras ya
había rodeado al soldado, apartando las larvas supervivientes de su mortal
mordisco. Mientras tanto, Kloot caía en su retaguardia, haciendo que tuvieran
que reagruparse, y el resto de la tropa escalaba el techo, en dirección al
sacerdote. Feeg lanzaba mordiscos sin ton ni son, mordiendo más aire que carne.
Hasta que dio la espalda a una obrera particularmente grande, que cayó sobre su
espalda, mordiendo su tórax. Fue lo único que necesitaban las demás, que
terminaron por despedazar al invasor. Por su parte, las mandíbulas de Kloot demostraron
ser poderosas, arrancando cabezas y patas por doquier. Pero un retén de
soldados penetró en la caverna a sus espaldas. No le dieron tiempo a volverse.
Hilldegard se volvió, y se dirigió a Hodge:
–Intentaremos detenerlas.
Llévate el Ojo de Dios. ¡Corre, muchacho!
Comandante y sargento cayeron
al unísono, justo en el caos. Sus ataques, certeros y precisos como sólo la
experiencia podía concederles, les garantizaron un espacio libre de enemigos a
su alrededor.
–Esto no es peor que la batalla
contra la escolopendra, ¿eh, comandante?
–No, Gollstand. No es peor.
Aunque de esta no sobreviviremos.
–Es un honor morir a su lado,
comandante.
–No querría tener una dulce
muerte al lado de otra hormiga, sargento.
Mientras tanto, Hodge alcanzaba
al sacerdote, que le esperaba con las mandíbulas preparadas.
–Maldito hereje –le saludó la
hormiga negra–. No te llevarás lo que es nuestro.
Detrás del sacerdote, el Ojo de
Dios, el enorme disco negro con cuatro aperturas, refulgía a pesar de la
oscuridad. Hodge lo miró a la cara, escuchando cómo su comandante y su sargento
expiraban, entre estertores enemigos. Le hubiera encantado haber dicho alguna
frase ingeniosa, pero en lugar de eso se lanzó contra el sacerdote. Sus bocas
se tocaron. Ambos juegos de mandíbulas se cerraron al unísono.
–Nos matamos mutuamente –le
comentó Hodge a la Muerte.
–Es hora de marcharse.
–No es dulce.
– ¿Perdón?
–Me habían hablado de la “dulce
muerte” desde que era una larva. Que era el mayor honor que podía tener una
hormiga: morir por su colonia. Pero no es dulce. Es amarga. ¿Tiene algún
sentido? Esta batalla, digo.
–Sí. De algún modo, sí.
–Explícamelo. Explícame el
origen de tanta muerte, de tanto sufrimiento. Es lo mínimo que merezco.
– ¿Que te mereces? ¿Por qué?
–Porque tengo derecho a saber al
menos la razón de mi muerte. No me refiero a cómo he muerto, sino por qué he
muerto. ¿Por el Ojo de Dios? ¿Por el orgullo de la colonia? He de saberlo.
Explícamelo.
–No lo entenderías.
–Déjame intentarlo.
La Muerte asintió. Por una
casualidad del destino podía hacer algo.
Hodge se despertó, pero no se
despertó. Estaba en otro cuerpo. Ya no era una hormiga. Era algo más grande.
Muy distinto. Y podía acceder a sus recuerdos. Era un humano. Un enorme y
pesado humano, tumbado en una enorme y pesada cama. Era un tiempo anterior,
mucho antes de que la hormiga naciese. Y estaba en coma. La providencia había
concedido un espectador silencioso al origen de la guerra, y la Muerte había
aprovechado tal circunstancia para satisfacer la curiosidad de Hoge.
El cuerpo se hallaba en la
habitación de una residencia de ancianos. Era un lugar oscuro, de colores
apagados y olor a repollo cocido. El armario era antiguo, de madera hinchada y
quebradiza por la humedad. La cama, de metal pintado de amarillo hueso. De
repente, la puerta se abrió. Allí estaban la doctora, con el pelo teñido de
rubio y la bata blanca; y el enfermero, casi una cabeza más alto que ella, con
el pelo cortado a cepillo. Tenían los ojos cerrados, y las bocas unidas. Él se
separó un instante de ella.
– ¿Aquí? –preguntó.
–A él no le va a molestar
–susurró ella.
Sonreía, mostrando unos dientes
blanquísimos, mientras recorría con su dedo el cuello del otro, hasta soltar un
botón de su pijama azul, y liberar una franja de pelo negro y rizado. Introdujo
una mano coqueta en la apertura, provocando una sonrisa cómplice en el
enfermero.
–Me tientas –dijo él.
–Al menos lo intento.
Las manazas del enfermero
agarraron con fuerza las nalgas de la doctora, y con fuerza la empujó contra la
pared, provocando un gemido en ella. La doctora besó el cuello, sudoroso y
grueso, recorriéndolo desde su raíz hasta el ángulo de la mandíbula, para luego
lanzar una dentellada contra el lóbulo de su oreja. Las manos femeninas, de
uñas pintadas, tironeaban del pijama, intentando quitarlo. De un empellón, él
sostuvo su cadera con la suya. La mujer envolvió el torso masculino con sus
piernas, perdiendo un zapato por el camino. Él estaba entrando, por los gemidos
de ella y los movimientos de sus cuerpos. Ella cerraba los ojos con fuerza, abría
la boca con delicadeza, y gemía con cuidado de no llamar la atención. Él
resoplaba, cual buey, con cada nueva
embestida. La doctora se mordió el labio, y tiró con tanta fuerza del pijama de
él que las costuras se rompieron. Se detuvieron un momento, para mirarse a los
ojos.
–Acabas de romperme el pijama.
–Te compraré otro, no pares.
–No, no. Esto lo vas a pagar
–sonreía de un modo perverso, encendiendo las mejillas de la doctora.
–Inténtalo.
Él dio otro empujón más, usando
su pelvis para mantener a la doctora en la pared, provocando otro gemido en
ella. Libres las manazas, agarró la camisa de ella, y en su deseo iracundo la
abrió con fuerza, dejando ver sus pechos ocultos tras el sujetador.
Más tarde terminarían, con la
cabeza de él hundida entre los senos de ella, y la lengua jugueteando en el
estrecho desfiladero que provocaba el apretado sujetador. Pero Hodge estaba más
pendiente de uno de los botones de la camisa. Un botón grande, negro, con
cuatro agujeros. Algo que podía reconocer fácilmente. El botón cayó al suelo,
cerca de la entrada al hormiguero.
Volvía a ser un espíritu, un
rastro de su vida pasada. A su lado le esperaba la Muerte.
–Tenías razón. Ahora sé por qué
empezó esta guerra. Pero aún así no comprendo… No entiendo cómo hemos
perpetrado esta masacre, esta guerra, este horror.
–Te lo advertí.
–Y todo para nada. El Ojo de
Dios es… –la conciencia de haber sido humano se iba difuminando, pero intentaba
atrapar el concepto–, un botón. Un botón extraviado.
–Esos asuntos ya no te
incumben. Debemos irnos.
– ¿A dónde vamos?
–Allí donde debes ir. Un lugar
donde no importa que una hormiga sea negra o roja.
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