Toda
mi vida me han intrigado los monomaníacos, las personas obsesionadas por una
sola idea, pues cuanto más se limita uno, más se acerca por el otro lado al
infinito; son precisamente estos seres en apariencia fuera del mundo los que,
como termitas, saben construir en su ámbito una imagen reducida del mundo,
única y extravagante.
Novela
de ajedrez
Stefan
Zweig
Un día, un hombre anciano
llegó a la izakaya,
se sentó a una de las mesas y sacó un tablero de go de su viejo zurrón de cuero. Era un hombre alto, de piel casi
tan blanca como el cabello liso y bien cuidado. En su rostro, de profundísimas
arrugas, destacaba un gran mostacho; su ojo izquierdo, gris acero, reflejaba un
origen occidental; sobre su ojo derecho lucía un parche negro. Pasó toda la
tarde allí sentado, ante una copa de sake
de la que no bebió una gota, jugando al go
consigo mismo. Cada vez que alguien se acercaba, le ofrecía con un ademán la
silla libre frente a la suya, para jugar con él. Pero todos los que pasaron
frente a él, sin importar la edad, el género, la raza o la sabiduría,
rechazaron con un respingo la oferta, dejándole solo.
Al segundo día, el hombre
volvió y repitió su personal ritual con una exactitud matemática. De igual
forma, aquel día nadie intentó jugar con él.
Al tercer día, y tras
recoger las piezas de su primera partida, un hombre joven y arrogante aceptó la
invitación del occidental. La suerte quiso que el joven tuviera las negras e
iniciara la partida. Pero, tras quince minutos, cuando aún pocas piedras habían
sido capturadas, el joven sintió un profundo temor en su corazón y, olvidando
todas las normas básicas de la educación, salió corriendo de la izakaya sin despedirse del anciano. En
ese momento, el dueño del local se aproximó al extraño, con intención de
echarlo de allí por espantar su clientela, pero el hombre pagó las cuentas del
joven y no tuvo ningún problema. Tampoco tuvo contendiente alguno en lo que
quedó de tarde.
El cuarto día, el
occidental se encontró con una persona sentada a su mesa. Era una mujer de
rostro antiguo y venerable, que lo apuñaló con la mirada y se dirigió a él con
un acento anticuado:
–Juegas contra ti mismo.
–Juego contra mí mismo
–respondió el occidental en perfecto japonés–, porque ninguna persona quiere
jugar conmigo.
–Quien juega contra sí
mismo tiene una batalla en su interior.
Acto seguido, la mujer
saltó de la silla, tomó su báculo de madera de cerezo y se alejó caminando sin
mirar al tuerto. Bajo el umbral se volvió, encontrando que el occidental no se
había movido de su sitio.
–Sígueme –le dijo–,
sígueme si quieres que juegue contigo.
El otro no se lo pensó, se
levantó y siguió a la anciana dejando allí su tablero.
Pasaron las horas
caminando, primero por las calles bulliciosas del centro de la ciudad, más
adelante a través de unas afueras sucias y deprimentes, pronto las casas
escasearon hasta ser sustituidas por árboles de hoja fina y arbustos bajos. La
noche cayó sobre ellos, la luna llena iluminó su camino, el amanecer tiñó de
rosas el cielo y el sol volvió a salir. En ningún momento se detuvieron a
descansar, comer o resguardarse del frío o el rocío; no disminuyeron su paso ni
avanzaron más rápido. Vadearon dos ríos, cruzaron un despeñadero a través de un
antiguo puente de piedra y zigzaguearon por el camino desde que era recto y
liso como un lago en verano hasta que se hizo empinado y difícil como una ola
en un mar tempestuoso. Ninguna palabra intercambiaron, ninguna queja salió de
sus labios. Finalmente, cuando se aproximaba el medio día, la anciana se detuvo
ante un tocón oscuro.
–Aquí jugaremos.
El anciano se aproximó al
tocón, comprobando que, sobre su superficie lisa y pulida, estaban talladas las
treinta y ocho líneas que formaban el tablero de go, con tanta habilidad y delicadeza que parecían haber nacido de
la misma madera.
–Es perfecto –comentó.
–Lo sé. Pasé quince años
buscando el tocón adecuado, y luego otros cinco años tallándolo.
– ¿Dónde jugaba mientras
tanto?
–En mi mente.
Introdujo la mano en el
hueco del tronco, sacando los recipientes donde se encontraban las piedras, de
colores lisos sin impurezas, de tamaños perfectos y tacto suave.
– ¿Dónde compró estas
piedras?
–No las compré. Las
encontré en el lecho de un río.
– ¿Todas ellas? Cada una
de ellas es perfecta.
–Lo sé. Pasé veinte años
viajando por el país, de río en río, hasta reunir todas las piedras. A la
mínima imperfección, devolvía la piedra al lugar donde la había encontrado.
– ¿Con qué jugaba
mientras tanto?
–Con mi mente.
El hombre sacó una piedra
y la miró atentamente. Luego le dijo a la anciana:
–He escuchado hablar de
usted. La conocen como “Quien Tiene El Décimo Dan”.
–Yo también he escuchado
hablar de ti. Te conocen como “Jack”.
–El mundo ha tenido a
bien ponerme ese nombre.
– ¿Y tú, que nombre te
has puesto tú?
–Yo a mí no me llamo de
ninguna forma.
–No te reconoces a ti
mismo entonces. ¿Por eso hay una lucha en tu interior?
–Es muy posible.
Ella asintió. Sin decir
una palabra más, se sentó ante el tablero y ofreció el lugar opuesto a Jack.
Éste tomó una piedra de cada color, ofreciéndolas a su contrincante.
–No –dijo ella–. Yo
jugaré con las blancas.
Jack entregó el tazón de
piedras blancas, sumiso, quedándose él las negras. Miró el tablero durante unos
minutos, y luego colocó la primera piedra. Al golpear con el tablero, el sonido
fue dulce como un instrumento bien afinado.
Con ese primer sonido,
todo en el bosque se silenció. Los pájaros se arrullaron con más suavidad, el
viento se transformó en brisa, los árboles permanecieron quietos, como atentos.
Jugaron con la paz y la paciencia del que contempla el hielo derretirse. Las
miradas estaban fijas en el tablero, pero no como un águila fijándose en un
roedor en la pradera, sino como una mujer embarazada pensando en su futuro
hijo. Y sobre todos los sonidos y los sentimientos estaba el ruido encantador
de las piezas cayendo sobre el tablero.
Cuando de la sangre del
sol al atardecer nació la joven noche, la partida terminó. Contaron, por
protocolo, las fichas capturadas y las tierras dominadas. Pero ambos sabían a
ciencia cierta que ella había ganado.
–Felicidades, Décimo Dan,
ha sido una victoria justa.
–Felicidades, Jack, ha
sido una derrota honrosa.
Permanecieron varios
minutos disfrutando de los sonidos de la noche, y luego recogieron las fichas.
–Es un placer poder jugar
al fin con alguien, Décimo Dan.
Ella asintió.
–Llevaba mucho tiempo
deseando esto.
Una leve sonrisa adornó
el rostro de la anciana durante pocos segundos.
–Y tú sabes la razón. La
razón de que nadie quiera jugar conmigo.
Tras quedarse inmóvil
unos segundos, volvió a asentir.
–La gente tiene miedo
cuando juega contigo porque vives en un valle.
– ¿De qué naturaleza es
ese valle?
–Jack, tu juego se
encuentra en el Valle Inquietante.
Esta vez fue él quien
permaneció en silencio, apartando la mirada.
–No sé de qué me habla
–dijo al fin.
–Sabes perfectamente a
qué me refiero.
Tras meditar unos
segundos, se volvió hacia ella.
– ¿Cómo sabe usted eso?
–Tengo más años de los
que crees, Jack.
–No más que yo.
–Sin duda alguna.
Contemplaron juntos el
tablero de go. Recorrieron con sus
miradas respectivas las líneas que surcaban la madera, el color de los aros del
tronco, aún visibles.
–Ya nadie recuerda la
época en la que era vuestra forma la que estaba en el Valle Inquietante, ni
siquiera reconocen la expresión. Yo aún era una niña cuando vi a uno de
vosotros moviéndose y, muerta de miedo, me puse a llorar y buscar a mi madre.
–No fuiste la primera ni
la última niña.
–No. Claro que no. La
piel de plástico que os cubría daba grima, vuestras sonrisas eran horribles y
vuestras miradas vacías daban escalofríos. Luego la tecnología mejoró, y
pudisteis pasar por personas. O casi.
Jack permaneció
pensativo.
–Décimo Dan, ¿qué le pasa
a mi juego? He estudiado a los grandes jugadores de go, he procesado partidas infinitas y he meditado horas con el
cerebro en blanco.
–Tu juego, Jack,
representa lo que hay en tu corazón. Como ya te he dicho, quien juega contra sí
mismo tiene una batalla interior. Lucha por destruirse a sí mismo.
–Ya intenté destruirme a
mí mismo una vez. Había cometido un crimen horrible, y tardé mucho tiempo en
darme cuenta en lo horrible de mi crimen. Desgraciadamente, mi cuerpo era
demasiado resistente para conseguirlo.
–Y desde entonces no has
parado de luchar por destruir tu mente. Jack, así como ocurría con vuestro
aspecto, tu juego pretende ser lo que no es. Las mentiras caen como las hojas
en otoño cuando es el instinto quien mira, y no el cerebro. Demasiado miedo
tenemos a las falsedades y a lo que pretende ser lo que no es.
– ¿Sabe lo que quiero?
–Yo sí. Lo pretendes con
tu aspecto y con tu juego, pero si la tecnología ha conseguido fabricarte una
máscara perfecta, lo que hay en ti no ha cambiado, y en el tablero se
manifiesta. Ahora te pregunto, Jack, ¿sabes lo que quieres?
Él no respondió
inmediatamente. El sonido que emergía de su cabeza revelaba que su mente
trabajaba a una velocidad desacostumbrada. Finalmente dijo:
–Quiero ser una persona.
–No, Jack. Lo que tú
quieres no es ser una persona, sino un ser humano. Quieres estar hecho de carne
y haber nacido del vientre de una mujer. Reniegas de tu naturaleza, de lo que
en el fondo eres, intentando ocultarlo, imitar, suplantar. Es un conflicto que
atraviesa tu alma desde hace mucho tiempo. También simulas ser humano cuando
juegas, sin comprender la esencia del go.
– ¿Qué esencia?
–Que debes perder para
ganar.
Los labios de Jack se
fruncieron, quizás demasiado.
–Eso no tiene lógica.
–El go no es lógico, Jack. Por eso los ordenadores no pueden jugarlo,
como el ajedrez. El go es filosofía,
es imaginación, son patrones en movimiento, es poesía.
–Has dicho que el go no pueden jugarlo los ordenadores.
–No.
–Yo juego al go. Sé que no es lo que hacen los
programas informáticos. Sé que podría alcanzar el Séptimo Dan si me lo propusiera.
–Yo diría que el sexto.
–Mi mente es un ordenador,
Décimo Dan. ¿Acaso estás equivocada?
¿O hay algo que no entiendo?
–No entiendes, Jack, que
tú ya no eres un ordenador. Tú no eres un robot normal. Tú eres una persona.
–Estás equivocada. Mi
corazón son engranajes fríos y mi mente calcula cifras vacías.
–Tienes corazón y mente,
y un alma torturada que lucha por encontrar su identidad. Eso, Jack, sin
importar de qué estás hecho, es ser persona.
Las manos del robot
estaban entrelazadas. Su cabeza se movía péndula de su cuello. Su ojo estaba
cerrado. Su frente fruncida. Ella permaneció en silencio mientras él resolvía
una batalla a vida o muerte en la que sólo había un contendiente. Alzó su
rostro implorante a los cielos, buscando en la noche profunda una respuesta.
Acaso escrita en las constelaciones, acaso prendida del rostro de la luna.
– ¿Qué puedo hacer?
– ¿Acaso no lo sabes,
Jack?
Miró a la anciana.
– ¿El qué?
–Dilo tú, Jack.
–No puedo saberlo.
–Oh, ¡por toda la
robótica, Jack!
–Perder para ganar.
Perder para ganar. Perder. Perder ¿qué?
–Continúa. ¡Continúa!
–Dejar de fingir. Perder
mi máscara. Perder mi disfraz. Es eso, ¿verdad?
Ella no respondió. No
hacía falta.
– ¿Sabes lo que significa
eso? Sería perder la capacidad de ser uno más entre vosotros. De no destacar.
De expresarme. Sería perder la sonrisa y las lágrimas. Sería perder la vida que
tengo. ¡Sería perder la voz, para siempre!
Continuó con los labios
sellados.
–Sería perder lo que me
costó siglos conseguir. Perderlo todo. Perder para ganar. ¿Para ganar qué?
–Para ganar lo que
siempre has querido.
– ¿Cómo puedo ser persona
sin todo eso?
–Te tienes que preguntar
si puedes llegar a ser persona con todo eso.
Como respuesta, como
única respuesta posible, Jack se levantó. Se arrancó las ropas, dejando ver un
cuerpo maduro pero bien formado, con manchas por la edad pero sin estragos por
la dejadez. Introduciendo sus dedos entre costuras invisibles, se arrancó una
piel plástica a tiras, iracundo. Desnudaba un cuerpo brillante, desnudaba su
corazón metálico. Lo último que hizo fue arrancarse el rostro, de un solo
tirón, desgarrando los circuitos que integraban la expresión facial. Bajo el
ojo falso apareció el verdadero, un enorme trozo de cristal montado en madera
de pino. El bigote descubrió una pieza metálica, dorada, un adorno que fue
elegante en otro tiempo.
– ¿Acaso esto puede ser
persona? –preguntó a un universo que, quieto en su andadura, contemplaba ese
momento.
–Aún no –respondió la
anciana.
Finalmente, y aferrando
el cuadro de voces que emergía de su garganta, gritó:
– ¡Padre, te odio!
Y así, arrancó la más
querida de sus pertenencias. Perdió su voz para siempre.
El amanecer encontró a
Jack inmóvil, cubierto de rocío. La anciana tampoco se había movido un ápice,
pero por algún motivo, no había rocío en su cuerpo. No habían perturbado más el
reposo de las criaturas del bosque con palabras que ya no tenían sentido.
Finalmente, Jack se levantó y miró fijamente a la anciana con su rostro
verdadero. Ella no digo palabra alguna. Simplemente lo invitó con un ademán a
sentarse frente a ella. Él obedeció. Ella tomó el tazón de piedras blancas. El
contempló la piedra negra y, con cuidado, la colocó en el tablero.
Y la partida comenzó de
verdad.