La Princesa Hamburguesa no era la muchacha más hermosa del Reino, ni falta que le hacía, pensaba ella. Tampoco era la mujer más inteligente. Puede que sí fuera la princesa más inteligente, o al menos la más sensata, pero ella se comparaba con Marie Curie y se daba cuenta de que le quedaba mucho camino para ser la mujer más inteligente.
Era una muchacha normal que, por
casualidades del Mundo de los Cuentos de Hadas (que tienen una serie de reglas
propias particulares), resultaba ser princesa.
Princesa
Hamburguesa no era su nombre, evidentemente. Era el apodo que le habían puesto
las otras princesas en la Escuela de Princesas. No porque estuviera hecha de
carne picada, porque estaba hecha de carne normal como todo el mundo; ni porque
comiese muchas hamburguesas, que en realidad no le gustaban demasiado.
La cuestión es que una de las
otras princesas había descubierto que entre los orígenes de la Princesa
Hamburguesa había una rama que provenía de Hamburgo, y de ahí a descubrir lo
gracioso de la rima y las posibilidades del apodo no hubo mucho esfuerzo.
Era
difícil para la Princesa Hamburguesa entender por qué las otras princesas
encontraban tan divertido insultarla y llamarla así. Ella no era
particularmente buena en los estudios, pero tampoco particularmente mala. No
era más bonita que la Princesa Hermosa ni tenía más estilo que la Princesa
Elegante, lo que le hacía pensar que no era una cuestión de envidia, como le
decía su madre. No hablaba mal de sus compañeras a los profesores, ni pedía que
adelantaran exámenes, ni decía que ella tenía los deberes hechos cuando las
otras princesas aseguraban por las barbas de Merlín que la profesora no había
mandado ningún ejercicio.
No era tanto algo que ella
hiciera, era algo que ella no hacía y que ponía de los nervios a las otras
princesas, aunque no se dieran cuenta de ello. Y es que las princesas necesitan
que les halaguen constantemente. En algunos reinos, la figura del Halagador de
la Princesa tiene tanta importancia y privilegios como la del Mago Real y la
del Probador de Venenos, que ya es decir. Y no es un trabajo fácil, porque las
princesas son de natural caprichoso y lo que hoy puede ser el mejor halago de
la historia mañana está tan pasado de moda que es un insulto.
Y recordemos, un insulto a una
princesa es un crimen de Estado y se condena con la muerte por decapitación.
Como ya he dicho, las reglas del
Mundo de los Cuentos de Hadas son muy particulares.
La
Princesa Hamburguesa, por el contrario, tenía un defecto terrible: era incapaz
de mentir. O al menos de mentir bien. Así que si la Princesa Hermosa llegaba
con un nuevo peinado que era exactamente igual que el del día anterior pero
unas mil monedas de oro más caras, la Princesa Hamburguesa no le decía que
estaba más hermosa que nunca, cosa que sí le decían las otras princesas.
Por supuesto, la Princesa Hermosa necesitaba que le dijeran que estaba más
hermosa que nunca con el nuevo peinado, porque le había costado mil monedas de
oro más de lo habitual y su padre, el rey, había puesto mala cara por tener que
desviar una parte de los fondos destinados a mejorar las carreteras hacia el
peluquero real de esa semana. Tenía que estar segura de que había una
justificación real para su insistencia y para el hecho de que la mitad de sus
súbditos se siguieran partiendo la crisma de camino al mercado.
Pero cuando le preguntaba a la Princesa Hamburguesa si le gustaba su nuevo
peinado, en lugar de decir “estás más hermosa que nunca”, le decía “te queda
bien, es muy de tu estilo”. Que era lo más cercano a mentir que podía hacer.
Poco a poco las otras princesas excluían a la Princesa
Hamburguesa, que cada vez se sentía más cómoda con su apodo, ya fuera porque
era sonoro y rimaba, porque le recordaba parte de su origen y eso siempre hace
sentir bien (aunque no estuviera muy segura de dónde poner “Hamburgo” en el
mapa, la verdad) o por simple costumbre.
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