El día que encontré mi hada, ya estaba muerta:
su cuerpecito seco, una cáscara vacía.
Sus alas eran pétalos de rosa tardía,
su forma de niña descansaba helada, yerta.
Con mi pulgar acaricié su mejilla fría,
rojo dolor se derramó de un cristal hiriente:
antigua lágrima helada en un rostro inocente
cortando la carne de quien ya nada sentía.
Acerqué mis temblorosos labios a su frente,
beso de adiós para aquella que no conocí,
pero en vez de mis labios se encontró con mis dientes.
Llenó mi boca el regusto de lo que perdí,
y no obstante la devoré con frunción demente,
buscando aquel amor que jamás estuvo allí.
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