Biografía de Johnatan Linderstörm, personaje para partida de Blacksad.
La partida: https://youtu.be/CYmtKwDouf0
El rumor había conseguido infectar a cada uno de los sirvientes. Desde el
mozo de cuadras hasta el mayordomo, desde el ama de llaves hasta el pinche,
todos habían sido contagiados por su insidia. Podía respirarse, podía
saborearse en el agua y sentirse a través de las espesas alfombras. Tan
presente estaba en cada resquicio de la mansión que, sin que ninguno de los
sirvientes hubiera traicionado la ley del silencio, el augusto y orgulloso
dueño de la casa empezó a ser incómodamente consciente de su presencia. Hasta
que una mañana de otoño se convenció plenamente de que aquello no se trataba de
ningún rumor, sino de una verdad cierta ante la que no cabía ninguna duda.
Thomas Lindstörm, orgulloso armiño de rango abolengo, observó a su mujer
embarazada de su tercer hijo. En la sonrisa de ella encontró la confirmación
que necesitaba. Aquel niño no era suyo.
Corría el año 1848 y Thomas Lindstörm tenía en aquel entonces bastantes
problemas con los que lidiar. Cada vez más tenía que hacer malabarismos para
cuadrar unas cuentas que nunca estuvieron acostumbradas a ser exiguas. Si bien
no lo parecía, pues no se privaba de ninguno de los privilegios que su estatus
y su fortuna le permitían, ya que de otro modo dicho estatus hubiera quedado en
entredicho. Sus latifundios en el oeste de Suecia le daban cada vez más
quebraderos de cabeza, con cosechas malas que comenzaban a desmoralizar a un
campesinado ya de por sí enardecido por ideas progresistas. Ideas que al señor
Lindstörm le producían una mezcla de desprecio y temor.
Dado el semejante clima, el escándalo de un divorcio y una acusación de
adulterio que, cierto era, no podía sostener más que con su palabra y su
sospecha, eran lo último que necesitaba para mantener su posición y sus
inversiones.
Por todo ello, aquella mañana de otoño, en su mansión en Oslo, el señor
Lindstörm sonrió a su mujer con la fría complacencia con la que la trataba y no
dijo nada.
Si el señor Lindstörm hubiera estado tan informado como el resto del
personal, o hubiera decidido indagar un poco más en lugar de aplicarle a aquel
tema una pátina de ignorancia y desdén, pudiera haberse enterado fácilmente que
el padre más probable del niño era aquel apuesto roedor africano que hacía las
veces de conductor de la calesa, y con el que la señora Lindstörm no paraba de
mirarse de una forma absolutamente inequívoca.
Ante la indiferencia del patrón y el descaro de la patrona, la servidumbre
sólo pudo hacer una cosa: mantener vivo el rumor con tanta fuerza que se
entremetió entre las rendijas de cada mueble, entre las costuras de cada
alfombra, hasta tal punto que ningún sirviente que se contratase pasaba más de
dos horas en aquella casa antes de enterarse de toda la historia.
Con respecto a cuánta veracidad había en aquel rumor, no existe prueba
escrita ni testimonio recogido que pueda verificarlo, tampoco que pueda
desmentirlo. Pero el sorprendente parecido entre el viejo Thomas Lindstörm y su
bisnieto parecen contradecir el rumor.
Rodeado de dichas dudas con respecto a su paternidad nacería Johnatan
Lindstörm en enero de 1849.
El pequeño Johnatan fue criado por una institutriz fea y estricta, una
cierva francesa que intentó que aprendiese latín, historia, filosofía y
retórica. De ella sólo aprendió palabrotas en francés y alguna historia de
marineros, contada entre dientes durante las cada vez más frecuentes
borracheras, que los indolentes padres del niño se esforzaban por ignorar.
Thomas Lindstörm nunca sintió una aversión o una animadversión por el niño,
al que en su fuero interno consideraba más bien una desdichada víctima de los
pecados de su madre. Pero por otro lado, tampoco le mostró el mayor interés o
aprecio. Distinto era para los hijos mayores, uno ya prometido y a punto de
fundar su propia rama del imperio Lindstörm y otro preparándose para leer sus
votos. Estos eran colmados de reconocimiento y orgullo paterno, sus ideas más
peregrinas eran celebradas como grandes invenciones originales y cada modesto
plan parecía augurar un futuro esplendoroso que sacaría a Suecia de aquella
crisis económica que parecía iba a ahogarla.
Al contrario de lo que pueda parecer, este agravio comparativo pasaba
bastante desapercibido para Johnatan, que libre de cualquier control por parte
de sus padres o de su institutriz, pasaba sus días en el campo, hablando con
campesinos de manos encallecidas y ojos soñadores. Estos, bastante más
alfabetizados que sus homónimos del resto de Europa, habían escuchado los
clamores de una revolución, y entre borracheras y chanzas fueron vertiendo en
el joven su odio hacia la oligarquía corrupta y la represión religiosa que se
vivía en el país.
Mucho de aquel tiempo lo pasaba Johnatan con una humilde familia de ratones
de campo, los Andersson, cuyo patriarca había casi acogido al hijo de su patrón
con el afecto y el paternalismo que nunca le concedió Thomas.
Cuanto más tiempo pasaba Johnatan frecuentando a aquella familia, más
cómodo se sentía entre sus miembros y más incómoda era la situación para ellos.
Lo que en principio era un sentimiento paternalista y afectuoso por un muchacho
dejado de lado por todos, pronto empezó a mostrar sus verdaderas implicaciones.
En su ignorancia juvenil, Johnatan solía traer regalos a la familia, a la
que veía pasar hambre y frío durante los duros inviernos suecos. Un día era un
leño extra para la modesta chimenea, otro día eran arenques en conserva que
había cogido de la cocina, alguna vez era una pequeña lata de caviar.
Honestos y temerosos, los pobres ratones no sabían cómo gestionar la
gentileza del joven patrón. Por un lado, aquella situación no era desconocida para
los otros campesinos, que comenzaban a rumorear y a envidiar los dones que la
familia recibía. Un trato de favor tan arbitrario como es el corazón de un
adolescente ignorante.
Por otro lado, rechazar aquellos obsequios no hubiera sido sólo injusto y
descortés, sino que detrás de todo ello se escondía el miedo a ofender al hijo
del patrón, y por extensión al patrón mismo.
La situación
comenzó a tomar tintes catastróficos cuando, en plena efervescencia juvenil, el
joven patrón empezó a fijarse en la delicada y modesta hija del matrimonio, una
ratoncita rubia de ojos asustadizos que tenía un año más que él y que ya
empezaba a llenar tímidamente la camisa. El temor se acrecentó al constatar la
madre que su hija respondía favorablemente a los, cada vez menos inocentes,
piropos de Johnatan.
Un día, el padre de
la pequeña fue a hablar con el señor Thomas Lindstörm para expresarle sus
preocupaciones. De algún modo, aquella conversación comenzó a cristalizar los
rumores que durante catorce años habían impregnado la casa de los Lindstörm. La
ignorancia que Thomas había demostrado hasta la fecha resultaba ser una máscara
para su ira, un castillo que él creía inexpugnable pero que resultó hecho de
naipes. Al retirar una sola carta de a base, el castillo se derrumbó.
Mas la ira del
patriarca de los Lindstörm no era una furia roja y biliar, de gritos y venas
hinchadas. Ese tipo de ira se deshincha con el tiempo, como una vela cuando ha
pasado la tempestad. No. Él poseía una furia silenciosa, fría y eficaz como un
bisturí.
Poco a poco, los
privilegios del más joven de los Lindstörm comenzaron a desaparecer, de tan
sutil manera que ninguno de los habitantes de la casa, y mucho menos el propio
Johnatan, se dieron cuenta de lo que estaba pasando hasta un año más tarde
cuando llegó la gran conmoción.
En la primavera de
1866, la familia Andersson fue expulsada de la hacienda de los Lindstörm. Aquel
despido fulgurante e inesperado era, en realidad, parte de un plan elaborado
por ambos hombres en aquella tensa conversación. El señor Lindstörm había
escrito cartas de recomendación excelentes para el honesto ratoncillo y le
había dado un año para encontrar un nuevo patrón. Y bien era cierto que
patrones no escaseaban, pues cada vez más vacíos estaban los campos de Suecia
en aquella época.
A pesar de que el
arreglo fuera de común acuerdo entre el señor Lindstörm, el señor Andersson y,
por supuesto, la señora Andersson, el verse obligados a abandonar la casa y las
tierras que tanto tiempo habían trabajado fue un trago amargo.
Para el joven
Johnatan, que en aquel año había hecho enormes progresos en su relación con la
cada vez más hermosa ratoncita, la noticia fue una enorme sorpresa. Ni siquiera
pudo despedirse de ella, simplemente un día ya no estaban allí.
Encolerizado por
primera vez en su vida, Johnatan Lindstörm se enfrentó al terrible Thomas en
favor de los Andersson. El joven, con un ardor que su padre jamás había
demostrado, gritaba y gesticulaba y no paraba de esgrimir insultos franceses
que tan bien había aprendido de pequeño. Impasible y flemático, Thomas
respondía a sus preguntas con comentarios sutiles dirigidos al ego y al corazón
del joven. Le reprochaba de forma silenciosa y sutil no haberse preocupado más por
la situación económica de las tierras, que habría propiciado tal despido. No
haberse formado mejor, como sus excelentísimos hermanos mayores, lo que le
hubiera permitido ayudar a aquella pobre familia de una mejor manera. Pues
pequeños latrocinios y obsequios baladíes no son nada para una familia que
tiene que mantener a tres hijos pequeños y pensar en la dote de una hermosa
hija.
Mucho más
experimentado y calculador que Johnatan, aquel combate dialéctico no tenía más
que un final previsible. Johnatan exigió a su padre su parte de la herencia.
Thomas dibujó una media sonrisa en su rostro. Si su hijo se hubiera interesado
más por los negocios de su familia, hubiera reconocido esa sonrisa de
inmediato. Era la sonrisa que Thomas guardaba para sus rivales, políticos y
económicos, justo antes de revelar el as bajo la manga. El patriarca sacó una
cartera de piel, contó unos pocos riksdaler
specie y los dejó sobre la mesa. Fue así como Johnatan descubrió que hacía
meses que no formaba parte del testamento de Thomas Lindstörm.
El joven,
encolerizado, cogió las monedas que su padre le había puesto sobre la mesa,
cogió una muda de ropa y algunos objetos de valor de su habitación y dejó la
casa para nunca más volver.
Sería hermoso decir
que su madre y sus hermanos le extrañaron, que su padre se arrepintió y que
aquel amor de juventud siempre estuvo pensando en él. Pero no sería cierto.
Con apenas unos riksdaler en el bolsillo y los que pudo
escamotear de la venta de un candelabro de oro y un par de chucherías de plata,
el joven armiño intentó probar suerte por su propia cuenta. Pero fue en ese
instante cuando se dio cuenta de todos los pequeños pasos del plan de su padre.
Ninguna escuela,
ningún centro de enseñanza y ninguna empresa iban a aceptarlo. Todo eran buenas
caras, pero aquel apellido le vetaba cualquier oportunidad de hacerse una
carrera. Con paciencia, astucia y toda su influencia, Thomas Lindstörm había
cerrado casi cada puerta que podría encontrar Johnatan. Ni siquiera al cultivo
podía dedicarse, pues si bien tantos años cerca de los campesinos le habían
enseñado la esencia del trabajo, y mostraba gran disposición para el trabajo
duro, ningún terrateniente hubiera osado insultar el apellido que portaba
contratándolo.
Al final, Johnatan
tomó el único camino que su padre no podía cercar: el mar. Se embarcó en una
travesía hacia Londres y, desde allí, hacia la tierra de las oportunidades.
Mucho se ha
discutido de las razones del gran éxodo sueco hacia Estados Unidos. En aquel
tiempo, la aristocracia sueca culpó a la agresiva publicidad de las grandes
navieras, que habían abaratado costes en el transporte de pasajeros gracias a
los nuevos motores de vapor. Pero entre los honestos renos, los atareados
roedores y los ocasionales lobos solitarios que acompañaban a Johnatan en su
viaje trasatlántico, lo que el armiño sentía era esperanza y deseos de una
libertad religiosa, de un respeto a la mujer y de un sistema justo para el
campesinado que no podían tener en Suecia.
El propio Johnatan
no sabría decir si los esperanzados textos de Gustaf Unonius, fundador de Nueva
Upsala, fueron su inspiración para dirigirse a Wisconsin, o simplemente era el
empuje de otros emprendedores que, al igual que él, buscaban tierra barata y
buena que cultivar. Pero para cuando el joven armiño pudo llegar a la Tierra
Prometida, no quedaban en sus bolsillos más que unos pocos dólares que había
mal cambiado por sus riksdaler.
Incapaz de tener
tierra propia, buscó entre los colonos alguien que buscara mano de obra barata,
honesta y bien dispuesta para el trabajo.
Era un pequeño
roedor. Ante los brutos bisontes o caballos que solían trabajar la tierra, era
un alfeñique del que solían reírse los capataces. Pero su insistencia y su apellido
sueco consiguieron ablandar el corazón de los Hagebak, unas gaviotas noruegas
que llevaban ya una generación en los Estados Unidos, para los que estuvo
trabajando durante cinco años.
Si alguien hubiera
preguntado a Johnatan Lindstörm, hubiera dicho que fue la peor época de su
vida. Sin un solo descanso, levantándose por la mañana, haciendo el trabajo de
gentes más grandes y fuertes que él, y acostándose derrotado tras una parca
comida.
En su fuero
interno, no obstante, hubiera tenido que reconocer que fue la época más feliz
de su vida.
En el año 1873, el
patriarca de los Hagebak falleció y se repartió la tierra entre sus cuatro
hijos. El penúltimo, Charles Hagebak, consciente de que el trozo de terreno que
estaba heredando era tan pequeño y explotado que iba a traerle más problemas
que soluciones, consiguió convencer al primogénito para que le comprara su
parte y así partir de allí. Charles tenía aproximadamente la misma edad que
Johnatan y, aunque el armiño no lo sabía, llevaba un tiempo sintiendo una
especial inclinación por el roedor espigado y de rostro decidido que trabajaba
para su padre.
Así pues, el día
antes de partir de la hacienda familiar, se acercó a Johnatan. Le dijo que
allí, en el campo, no había nada para la gente joven. Que las oportunidades
estaban en la ciudad. Johnatan asintió, y luego le dijo que eso estaba muy bien
si alguien tenía suficiente dinero como para instalarse en la ciudad. Charles
le respondió que él acababa de heredar una muy buena suma. Johnatan le deseó la
mejor de las suertes en la ciudad e intentó retomar su trabajo.
“Ven conmigo”, le
pidió por fin. “Seremos imbatibles. Dos jóvenes con dinero en una ciudad llena
de oportunidades”.
El armiño dudó, por
supuesto. Pero ese ardor tan poco propio de los Lindstörm le hizo desear el
sabor de la aventura, de lo inexplorado. Al día siguiente, presentó su dimisión
ante el nuevo patriarca Hagebak y partió junto con Charles hacia la ciudad de
Chicago.
Las informaciones
de Charles Hagebak, sin embargo, estaban desfasadas. Era cierto que la ciudad
había experimentado un impulso económico y un crecimiento demográfico
impresionantes en los últimos cuarenta años. Y desde el gran incendio de 1871,
la construcción de un nuevo centro había atraído grandes empresas del sector.
Pero justo en 1873, una crisis económica había hundido la ciudad y todo se
había paralizado.
Si la joven gaviota
hubiera ido por su cuenta, posiblemente se hubiera estrellado y se hubiera
visto obligado a volver arrastrándose al hogar familiar, como hijo pródigo ante
su hermano mayor. Pero para su fortuna había escogido muy bien a su compañero
de viaje.
La astucia del
armiño les permitió no sólo sobrevivir, sino mantener en bastante buen estado
el capital del que disponían. De ese modo, cuando, en la década de los ochenta,
la construcción volvió a ponerse en marcha, la empresa de construcción
Hagebak&Associated se convirtió en uno de los pilares de la construcción de
una nueva y floreciente Chicago.
Johnatan contaba en
aquel entonces 36 años. Estaba casado con una armiña de ascendente sueco que
había trabajado como criada y que le había dado un hijo, al que llamó Charles
en honor de su socio.
Durante tres años,
la empresa funcionó bien y los Lindstörm pudieron vivir con holgura.
El desastre para la
familia Lindstörm ocurrió el año 1888, tras una noche de borrachera de los dos nuevos
ricos, Johnatan volvió a bromear con su socio acerca de la soltería de éste.
Llevaba diez años haciéndole aquel tipo de bromas.
Charles no lo
soportó más, y en lugar de confesar sus sentimientos, directamente besó al
hombre al que llevaba toda una década amando en silencio.
Aquel fue el fin de
la sociedad. Charles se quedó con la empresa, con el capital, con las acciones
y el beneficio. Johnatan se llevó aquello que consideraba justo, en concepto de
beneficios ganados gracias a su esfuerzo. Charles no se opuso.
No tenía ninguna
duda de que, con su visión de negocios y aquel capital podría haber construido
un nuevo imperio, capaz de rivalizar con el de Hagebak. Pero Johnatan no
contaba con el azar, y a sus 34 años sufrió la rotura de un aneurisma cerebral,
que le dejó en coma durante tres meses antes de llevárselo. Tres largos meses
que bastaron para acabar con el capital amasado en aquellos años.
Dejaba atrás una
mujer que llevaba muchos años sin trabajar, sin experiencia ni formación, y un
hijo de 4 años.
Charles nunca se
sintió culpable de lo ocurrido, pero por amor a la memoria de Johnatan, caridad
y respeto a su antiguo socio les dejó una pensión a ambos. Por celos hacia la
mujer de su socio, que había tenido las atenciones que él hubiera deseado, la
pensión era bastante más ajustada de lo que hubiera podido permitirse.
Ella, mujer un
tanto simple, nunca vio aquella pensión de otra forma que una bendición, de un
acto generoso del antiguo socio de su marido.
Charlie Lindstörm
creció, pues, a la sombra de un padre idealizado por su madre. Que había
cruzado el charco con apenas unas monedas en el bolsillo y había construido un
imperio de la nada con sus propias manos. Un hombre lleno de aspiraciones y de
sueños, que les había sido arrebatado demasiado pronto.
La pensión de
Hagebak les permitió vivir, pero poco más. El pequeño siempre vestía ropas
humildes y mil veces remendadas, estudió en un colegio público con libros
prestados y aceptó cada pequeño trabajo que pudo para poder ayudar a su madre,
pronto enferma de gota y condenada a una silla de ruedas, a llegar a final de
mes. Mientras tanto, la enorme casona familiar comenzaba a perder criados, las
habitaciones a cerrarse y el polvo a acumularse en antigüedades que el joven no
consideraba valiosas y la anciana anclas para una memoria que se le escapaba.
Con dieciséis años,
Charles Linderstörm se presentó en la empresa de construcción Hagebak para
pedir trabajo, tras dos meses de insistencia de su madre. El joven, asustadizo
y acostumbrado a ambientes humildes, no presentó su apellido inmediatamente, y
fue recibido por uno de los capataces, que en seguida lo rechazó por tener un
cuerpo delgaducho y débil.
Sin el ardor que
había tenido su padre, ni aquella confianza en sí mismo, no intentó insistir.
Pero, para fortuna suya, estaba cerca el propio Charles. Sin reconocer al hijo
de su antiguo socio, sí que recordó cuando, contando él 14 años, un joven
armiño de rostro decidido se había presentado en la finca familiar intentando
ocupar el puesto de caballos y bueyes. Charles convenció al capataz que le
diera al chico una oportunidad y, justo después, sintió una punzada de culpa y
miedo a repetir los errores del pasado y se desentendió del tema.
Así, Charles
Lindstörm terminó trabajando en la empresa de su padre, en el puesto más
humilde, que ostentaría el resto de su vida.
En 1904, contando
Charles 20 años, en el funeral de su madre, conocería a Lisa. En aquel
entonces, Lisa Humbert tenía sólo 14 años, pero ya tenía maneras de adulta y en
su rostro redondeado dormía la promesa de su belleza posterior. Era la hija del
pastor protestante que oficiaba el entierro, y la modestia y la severidad del
acto le impidió acercarse a la jovencita, pero no fijarse en ella.
Sin la figura de su
madre, que había ocupado un lugar central en la vida de Charles, la casa
familiar se me hizo enorme. Cada gigantesco techo y cada habitación cerrada le
recordaban la grandeza de un padre al que no conoció, y al que no era capaz de
alcanzar. Su carácter sencillo no llegó tan profundo, simplemente notaba el
frío, y la culpa, y no sabía exactamente de dónde provenían estos.
Por otro lado, el
fallecimiento de su madre cortó de golpe la financiación que Hagebak había
procurado a la familia hasta ese momento. Más ocupado en su decrepitud y en sus
culpas que en otra cosa, sus asesores no dudaron un segundo en acabar con esa
fuente de gasto “injustificada” en el momento en el que el primer resquicio
legal se lo permitió.
Charles era incapaz
de llevar una casa tan grande, de soportar la angustia emocional que se
desprendía de ella y de pagar las facturas que ésta generaba. La venta del
inmueble, y de los aparatosos objetos que se pudrían o llenaban de polvo en su
interior, se convirtió en una prioridad ineludible. Mas el joven armiño no
tenía ni los conocimientos ni la habilidad de su padre para los negocios. Y el
cuidado de una madre enferma y demandante había acabado con todo conato de vida
social que pudiera haber tenido.
No es de extrañar,
pues, que recurriese a la única figura de autoridad de la comunidad con la que
podía tener alguna cercanía, esto es, el pastor que había ofrecido las exequias
por la muerte de su madre y que había sido conocido de la familia desde hacía
bastantes años.
El que los ojos de
Lisa atormentasen al pobre Charles durante las largas noches de insomnio en el
caserón familiar quizás influyese también.
El padre Humbert,
hombre tranquilo y de maneras educadas, fue mucho más agudo que Charles al
adivinar los afectos que el joven comenzaba a sentir por su hija. Considerando
al hombre un muchacho honrado, heredero de una propiedad que sin duda le daría
cierto desahogo y suficientemente inocente y tímido como para poder ejercer una
autoridad paternal sobre él, en seguida concluyó que se trataba de un muy buen
partido para su pequeña. Así pues, los encuentros “accidentales” ente los
jóvenes comenzaron a sucederse, con una precisión de reloj suizo.
Cuando Charles, en
1908, se acercara al padre Humbert para pedirle formalmente la mano de su hija,
no tuvo que decirle ni una palabra. El párroco se le adelantó y, con una
sonrisa beatífica, bendijo la unión y ofició la discretísima ceremonia.
Los Humbert, aunque
familia respetada por el papel central del pastor, no era particularmente
numerosa. Nadie pudo venir por la parte del novio.
La felicidad de los
Lindstörm parecía sacada de un cuento moderno. Él, con su trabajo honrado y
sacrificado, ella cursando los estudios para convertirse en maestra, viviendo
en una casa mucho más modesta y cálida. Con la tranquilidad de la figura del
pastor local y del colchón que la ventajosa venta de las propiedades del viejo
Johnatan les había garantizado.
Tanta felicidad sólo
podía culminarse con un hijo y, en la primavera de 1911, Lisa quedaba
embarazada.
El niño nacería
muerto.
Sería sólo el
primero.
Sólo el espíritu
tranquilo de la pareja, su apoyo constante y el amor que se profesaban pudieron
evitar que aquella maldición rompiera el matrimonio. Cuatro abortos en un plazo
de diez años, hasta el punto que los médicos ya habían desaconsejado muy
seriamente seguir intentándolo.
Tras el amargo
trago, la pareja decidió conformarse. Dios, les decía el padre Humbert, les
había dado el uno al otro, y aunque estaba seguro de que serían unos padres
magníficos, Él parecía tener otros planes para ellos.
En 1925, ese plan
se haría realidad.
“Mi pequeño
milagro”, lo llamaría siempre su madre. Un hijo inesperado a una edad que, en
aquella época, no era ya esperable tener hijos. Lisa contaba 35 años y su
embarazo fue considerado de alto riesgo, por los antecedentes y por la edad
tardía. En contra de todo pronóstico, se produjo sin ninguna complicación.
“Mi pequeño
milagro”, repetía la madre mientras acunaba la pequeña cría desnuda aún de
pelaje. Un niño nacido con la sombra de cuatro hermanos muertos a sus espaldas.
“Se llamará Johnatan, como mi padre” dijo Charles. Y recibió así la sombra de
un abuelo transformado en leyenda como manto a llevar para toda su vida.
Johnatan Lindstörm
mostró desde muy pequeño una actitud sorprendente para las matemáticas.
Ignorante de la verdad, cada nuevo éxito matemático de su hijo (notas
excelentes, concursos de cálculo y menciones de sus profesores) era celebrado
por Charles con la misma frase. “Igualito que su abuelo”. Y justo después
sonreía con orgullo de ver que aquel pequeño milagro había heredado la grandeza
a la que él no se había atrevido a aspirar.
Poco podía saber él
que el genio matemático de Johnatan le acercaba mucho más a Thomas, su
bisabuelo, al que se parecía hasta en los gestos que realizaba.
Poco a poco, la
humilde vivienda de los Lindstörm se fue rodeando de otras familias humildes,
familias de inmigrantes de todos los pelajes. El pequeño armiño se sintió desde
siempre desplazado por sus vecinos y compañeros de la escuela. Su miopía y su
físico lo alejaban de los deportes. Su habilidad con las matemáticas lo volvía
particularmente impopular. El progresivo sentimiento de prepotencia que había
saltado cuatro generaciones coronaba una forma de ser que le transformaba en
frecuente blanco de burlas de sus compañeros.
Para cuando estalló
la guerra, el joven contaba ya catorce años. Durante un tiempo, la propaganda
militar y los sueños de gloria le atraían, pero su miopía fue un impedimento
para el reclutamiento y desde ese rechazo cultivó el desprecio por los
estamentos militares que le habían negado su sueño de gloria.
Poco después otro
sueño vendría a sustituir al ejército. Sus aptitudes matemáticas no habían pasado
desapercibidas a cierta profesora de origen danés, que sentía mucho afecto por
aquel roedor de apellido nórdico, y había solicitado en su nombre una beca para
la prestigiosa Chicago Booth School of Business. La beca fue aceptada, para
henchir aún más el orgullo de su padre y abrirle una puerta lejos de aquel
barrio, cada vez más deprimido y excluyente para Johnatan.
Johnatan recordaría
siempre el invierno de 1939 como la mejor época de su vida. Hasta ese momento,
el joven no había dado mayor importancia al hecho de que su pelaje se teñía de
blanco en invierno. Pero ese color de pelaje no había pasado desapercibido para
Edward Fletcher, estudiante un año por encima suya, y líder indiscutible de una
hermandad del campus universitario.
Edward, un zorro de
las nieves, se acercó a Johnatan casi al principio del año escolar. Cínico y
escarmentado por las bromas constantes de su entorno, al principio el armiño
estuvo receloso. Pero junto a Edward venía Viola, su hermana pequeña.
“Ey, Lindstörm,
porque ese es tu apellido, ¿no?”
En aquella ocasión
no lo percibió, pero mucho tiempo después aquello se hizo evidente, y la
evidencia contaminó todo recuerdo de la relación con los hermanos Fletcher.
Cada vez que Edward pronunciaba su apellido sueco, parecía como si la boca se
le llenase de orgullo.
“Escucha,
Lindstörm, me han dicho que eres increíble con los números. ¿Es eso cierto?”
Para los Fletcher,
nada de lo que pasaba en el campus era un secreto. Pero aquello era simplemente
una evidencia: la habilidad con las matemáticas del armiño era tan conocida en
el poco tiempo que llevaba allí como el color de la piedra del edificio
principal.
“Mira, mi hermana
Viola está en tu curso” (y aquello ya era un detalle sorprendente, pues si bien
algunas mujeres estaban tomando puestos universitarios desde hacía unas
décadas, la escuela de comercio no solía ser un destino sencillo), “y
necesitaría que alguien le ayudase con las matemáticas”.
Sólo entonces Viola
se hizo visible detrás de su hermano. Delicada, como un copo de nieve que
permanece en equilibrio. La misma insolencia que muestra ese pequeño cristal,
manteniéndose en pie a pesar de que la razón y la matemática dicen lo
contrario, emanaba Viola con la forma en la que le caían los párpados de
larguísimas pestañas, en la que dejaba que sus formas fueran visibles a pesar
del casto corte del chaleco gris, en la que sus labios apenas pintados sonreían
quedamente.
El corazón del
armiño se aceleró, absolutamente desarmado por la sonrisa de la menor de los
Fletcher.
“Además, en nuestra
hermandad tenemos demasiado músculo. Quizás falta algo de cabeza, ¿no crees,
Viola?”
Y Viola no
respondió, porque nunca respondía a las preguntas retóricas de su hermano, sólo
alzaba ligeramente una ceja y ensanchaba su sonrisa unos instantes, dejando ver
por un momento unos colmillos tan blancos y hermosos como afilados.
Así fue admitido el
joven Lindstörm en una hermandad donde todos los animales tenían una
característica común. Eran animales invernales. Dos gemelos osos polares, que
habían entrado en la escuela a través de una beca deportiva de rugby, una
tigresa blanca que despreciaba a todo el mundo y leía a Schopenhauer de forma
obsesiva, una coqueta paloma que salía con uno de los osos polares (y que
Johnatan sospechaba que se acostaba con ambos) y los hermanos Fletcher.
Todos tenían el
pelaje (o las plumas) de un blanco brillante, casi invisibles durante la
primera nevada. Tenían un nombre de letras griegas, como era costumbre en el
campus, pero entre ellos se hacían llamar “El Club Ártico”.
Después de las
fiestas del Año Nuevo, y tras pasar muchas horas ayudando a Viola con sus
ejercicios de cálculos, el hermano de ésta le invitó a su rito de iniciación.
“Mira, Lindstörm,
otras hermandades deciden torturar a sus miembros más jóvenes. Hacerles pasar
por ritos imbéciles e incluso peligrosos”.
“Dicen que los Tau
Gamma Gamma hacen saltar a sus novatos del tejado de su sede, los muy idiotas”
añadió uno de los osos, pero Johnatan no podía distinguirlos.
“Nosotros,
Lindstörm, creemos que debemos protegernos entre nosotros. Debemos estar
unidos.”
El armiño no
preguntó contra quién porque en ese tiempo ya se había dado cuenta. Perros,
gatos, ratones. Marrones, negros, anaranjados. Todos miraban al Club con
desprecio, con envidia. Los profesores tenían en alta estima a los Fletcher y a
la gente que los rodeaba, y si la habilidad de Johnatan con la matemática fue
una magnífica primera impresión, el grupo de personas con las que había trabado
amistad fue lo necesario para que sus notas y su reconocimiento despegaran.
En el dosier de
Johnatan Lindstörm de ese primer año en la escuela de negocios quedó una nota
unánime del profesorado como “Estudiante más prometedor de la escuela”.
Y los demás lo
envidiaban. Los demás deseaban formar parte de aquella elite.
Deseaban estar
cerca de Viola Fletcher.
Tan cerca como él,
que cuando ella se agachaba descuidada sobre las filas de números que estudiaban
juntos, dejaba que sus cabellos de un rubio casi blanco rozaran su zarpa y le
embriagaran con su perfume caro y ostentoso.
Unidos contra los
que son diferentes.
El rito se llevó a
cabo sin mayor problema. Johnatan no dudó un solo instante.
Nunca se depuraron
responsabilidades. El caso se archivó como lo que era, una novatada.
Aunque uno de los
pingüinos que la sufrió hubiera tenido que ser hospitalizado durante tres
semanas con quemaduras de tercer grado en el hombro y en la espalda.
Johnatan jamás se
arrepintió.
El verano de 1940
sería el despertar del sueño. El principio del fin.
Como cada año, los
Fletcher iban a partir a la casa de vacaciones de la familia, en la región de
los Grandes Lagos, para pasar allí el verano. Johnatan, por su parte, iba a
volver a casa de sus padres. Si la beca le había concedido alojamiento y
matrícula, y sus buenas notas aseguraban el año siguiente, tenía que pasar el
verano trabajando para poder ahorrar lo suficiente como para poder seguir el
ritmo del resto del Club.
Justo antes de
separarse, cuando la primavera estaba empezando, Viola Fletcher se acercó a
Johnatan.
“¿Sabes? Mis padres
están muy agradecidos con todo lo que me has ayudado. Estarían encantados de
que vinieras con nosotros.”
Por un instante no existió
absolutamente nada en el mundo de Johnatan, solamente una imagen. Viola
Fletcher y él compartiendo casa durante un verano entero. Ella tumbada
lánguidamente, con un ajustado traje de baño de una pieza, con aquellas piernas
al fin libres de la tiranía de faldas grises. Su hermano y él sumergidos en la
piscina, con sendos cócteles en cada mano, discutiendo de política o de
filosofía o de deportes. Una imagen del Paraíso. Ella se sumerge en la piscina
lentamente, se les acerca sin prestarles atención y, en el último instante, les
riega con sus chapoteos mientras ríe y se burla de ellos por su aburrida
cháchara. Su hermano se enfada y se va a por otro cóctel, el suyo se ha llenado
de agua de la piscina. Ellos permanecen juntos en el agua. Viola y él. Sus
pelajes flotando a su alrededor.
Y entonces lo
recordó. Su pelaje se iba a volver marrón en pocas semanas.
Marrón sucio,
marrón indigno.
Marrón.
Nunca recordaría
las palabras que murmuró en aquel instante, una especie de disculpa con notas
de gratitud. Él no las escuchó, en sus oídos palpitaban los latidos apresurados
de su corazón, como martillazos ahogados o embates del mar, mientras toda su
vista se oscurecía conforme huía de allí tan deprisa como pudo.
Ella quedó atrás,
confundida. Nunca nadie le había negado nada a Viola Fletcher. Por primera vez
en su acomodada vida, ella descubrió lo que era la frustración.
El verano llegó, y
cada día le esperaba lo mismo a Johnatan. Una cita con el espejo, donde su
rostro cubierto de pelaje marrón le devolvía una mirada débil y asustadiza.
Antes de que amaneciera, ya salía para su primer trabajo, repartiendo pan en
una maltrecha furgoneta. Después, cuando el sol empezaba a estar alto, iba a un
lavado de coche a pasar la tarde, y finalmente pasaba las últimas horas del día
cubriendo turnos de un botones que le pagaba una miseria por hacer su trabajo
mientras se quedaba vagueando y mirando revistas pornográficas. Los fines de
semana limpiaba las colillas de un autocine, y los domingos por la mañana
cortaba el césped de la parroquia donde su abuelo ya no ejercía.
Un día, mientras limpiaba un
deportivo particularmente llamativo, su mirada se cruzó con la del cliente.
Este lo miró extrañado, con el ceño fruncido. Sin las gafas, con el pelaje
marrón y sucio como estaba, no podía haberlo reconocido, ¿verdad?
El oso polar intentó agachar la
cabeza para mirar mejor a través del parabrisas, pero Johnatan lanzó un cubo de
agua al cristal y antes de que el otro se diera cuenta se había escurrido lejos
de allí.
El mes y medio que quedaba de
vacaciones fue una tortura para Johnatan. Pasaba los días trabajando,
completamente desconectado, cual autómata que se dedica a realizar su tarea con
la mirada perdida y sin decir una palabra. Pasaba poco tiempo en casa, y ese
tiempo lo pasaba encerrado en su habitación, sin apenas comer ni dormir.
Charles intentó hablar con su
hijo, decirle que no tenía que preocuparse tanto por el dinero. Que ya estaban
muy orgullosos de él por todo lo que había conseguido y que todo el dinero del
mundo no compensaba destrozar así su salud.
Johnatan no le contestó, se
volvió y se cubrió en parte con la almohada.
¿Le había reconocido?
Por supuesto que le había
reconocido.
Era imposible, la última vez que
se habían visto todavía estaba cubierto de pelaje invernal.
¿Y eso qué cambiaba? Ya había
visto su expresión, lo había reconocido.
Bueno, ¿y qué?
Pues que ya podía despedirse del
Club.
De los privilegios.
De Viola.
¿Eso era todo? Ya se había
despedido de Viola. ¿Acaso no se había dado cuenta antes? ¿Qué pensaba, permanecer
toda la vida viviendo una mentira?
Un amor de invierno.
Desaparecer en verano.
Esperar a que ese pelaje vergonzoso
cambiase por el blanco puro y luego volver con ella. Qué vida más lógica.
No. Sí.
¿Y Edward?
“Lindstörm” diría, y podía
imaginar cómo la admiración con la que comenzaría la frase se trocaba en
desprecio. “Me han dicho que has estado muy ocupado este verano...”
Recordaba lo que le hicieron a
los pingüinos por tener esa repugnante mezcla de negro y blanco.
¿Qué podía esperarle a él, que
había disfrutado de tanta atención, de tantos privilegios, de tanta ayuda, sin
ser digno?
Sólo una cosa: venganza.
Y esa línea de pensamiento,
retorcida, circular, encerraba su mente durante horas y horas, hasta que la
fatiga lo encontraba acurrucado en el colchón y el despertador le arrancaba de
un sueño ligero y lleno de pesadillas.
Tomó una resolución: no podía
volver a la escuela. Tendría que abandonar su sueño. No podía arriesgarse a
sufrir las consecuencias de aquella vergüenza que, debía admitirlo ahora, había
estado ocultando incluso a sí mismo durante el invierno.
No podía arriesgarse a ver el
rostro de Viola, una vez supiera la verdad.
Ahora que sabía la verdad.
El oso había telefoneado a
Edward, estaba seguro. Ya estaban todos enterados. Si supieran dónde vivía, ya
estarían planeando su venganza.
No. No podía volver.
Pero tampoco podía decírselo a
sus padres. “Míralo, tan trabajador y emprendedor como su abuelo. ¡Qué bien
hicimos en ponerte su nombre! ¡Estás honrando su memoria, hijo!”
Tendría que mantenerlo en
secreto.
La vida de Johnatan Lindstörm
desde 1940 hasta 1944 fue una mentira frenética y escindida en dos.
Durante los veranos volvía a casa
de sus padres, esquivando sus preguntas y mintiéndoles acerca de sus resultados
escolares. Se replegaba en sí mismo, evitaba mirarse en los espejos y consumía
su esfuerzo y su energía trabajando duro y durmiendo poco.
Los inviernos, a escondidas de
sus padres, alquilaba una habitación en Chicago y, aprovechando sus dotes para
las matemáticas, estiraba todo lo que podía el dinero ganado en verano.
Enardecido por el color de su
pelaje, sintiéndose libre de cualquier atadura, pasaba las noches en los bares,
los días invirtiendo el dinero para conseguir más, no siempre en cosas legales.
Durante esa época tuvo unas pocas amantes, de pago o no. La más recurrente era
Lola, una jineta de origen mexicano a la que trataba con una mezcla de
desprecio y prepotencia. Ella lo toleraba, se decía, por los regalos que él le
daba y los lugares caros a los que la llevaba a cenar. En realidad le fascinaba
la seguridad en sí mismo del armiño y esa sensación de poder que parecía tener
cuando su pelaje estaba blanco. Él, nunca se daría cuenta, estaba fascinado y
horrorizado al mismo tiempo por la brillante cola de anillos blancos y negros
de la felina, que despertaba en él una mezcla explosiva de sentimientos
colimados en un deseo sexual violento.
Fue la única persona de aquella
época que vio a Johnatan quebrarse, y por eso mismo dejó de frecuentarla, pues
desde aquel día el respeto y el deseo que había visto en aquellos ojos oscuros
se transformaron en compasión, acabando con aquella forma de desearla.
Ocurriría en diciembre de 1944,
poco antes de Año Nuevo. Johnatan y Lola se encontraban en el apartamento de
él, desnudos. Él fumaba, ignorándola. Ella miraba el cielo a través de la
ventana. En ese instante, el teléfono sonó.
“Hijo mío, por fin te encuentro”
Era su madre.
“Dime” respondió el, seco.
“Es tu padre, está en el
hospital. Yo... estoy asustada, Johnatan. Los médicos no quieren decirme nada.”
La sonrisa bondadosa de su padre,
las palabras de aliento y apoyo, el orgullo que mostraba cada vez que veía a su
hijo ser el vivo retrato del abuelo jamás conocido, cayeron sobre los hombros
de Johnatan de golpe. Una lágrima se le escapó. La limpió tan rápido como pudo.
No lo suficiente como para que Lola no lo viera.
Los días siguientes fueron
dinamitando la entereza de Johnatan. Su padre, que llevaba un tiempo tosiendo
sin darle importancia, había tenido un acceso de tos que le había hecho
sangrar. Durante varios días, estuvo ingresado en el hospital, buscando el
origen del sangrado.
El diagnóstico era funesto.
Cáncer.
Un mesotelioma. Un tipo de cáncer
de pulmón...